Hoy la patria abre su corazón rebelde para abrazar a uno de sus hijos más preclaros.
Quizás en aquel instante de apogeo independentista, algunos dudaron de la fidelidad de este hombre, muy rico, a una causa en la que tenía todas las probabilidades de perder cuanto tenía.
No hubo en él momento para la duda. No vaciló ante la necesaria respuesta ante los desmanes que la metrópoli cometía contra sus semejantes. Por eso se lanzó también a la lucha y a ella entregó todo.
La historia cubana guarda con celo su nombre porque fue de los fundadores de la nación a la que dio brillo desde el supremo esplendor que nació en La Demajagua.
Pero hizo más. Dio un ejemplo contundente en aquella época. No reclamó el liderazgo que le pertenecía. Se sumó como un soldado de fila a las huestes cespedianas y brilló también en la manigua.
La Revolución lo necesitó en sus albores y trabajó de manera incansable, por ese sueño de ver a su tierra libre de gobernantes extraños, y prefirió tener como techo el cielo y como cama el suelo, antes de seguir soportando el coloniaje.
Un día salió de la patria en funciones revolucionarias. Nueva York lo vio caminar por sus calles con los zapatos rotos y los bolsillos llenos del dinero de la independencia. Jamás tocó un centavo él, que amasó millones de pesos en sus propiedades.
La muerte lo acechaba. Aún enfermo no cejó en el empeño de seguir trabajando para la Revolución. El frío atenazaba su existencia. Los recuerdos de la familia lejana le erosionaban el espíritu.
El 22 de febrero de 1877 fallecía en la ciudad de Nueva York, tan propensa a ignorar los valores revolucionarios, el cubano insigne, el ejemplar hijo de Bayamo Francisco Vicente Aguilera.
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