Conmoción, estupor, sorpresa, son palabras que dibujan los sentimientos de millones de seres humanos en el mundo que alguna vez escucharon su nombre, bañado alguna vez por las aguas del rio Aracataca.
Conmoción porque las letras han recibido una estocada pues han perdido a uno de los más fieles amantes de la literatura, que no se dejo enceguecer por lo escrito a lo largo de su vida, sino que aporto a nuestro idioma.
Estupor porque nadie cree que las leyendas se pueden ir asi como cualquier otro mortal, sabiendo que son de carne y hueso, que ríen, se alegran y se entristecen como un hijo de vecino.
Sorpresa porque a pesar del quebrantamiento de su salud siempre guardamos la esperanza de que se impusiera su apego a la vida, su manera de verla, su extraordinaria pasión por el optimismo.
Ha partido quizás el mejor Premio Nobel de Literatura de la historia y desde esta isla antillana que lo acogió siempre como a un hijo, sentimos el golpe maestro de la muerte arrebatándonos al hijo prodigo de Colombia.
Por estas tierras anduvo, acompañado muchas veces por su entrañable amigo Fidel, quien hizo de esa amistad entrañable un monumento a la grandeza de un hombre que definitivamente nos pertenece.
Cierto, Aracataca fue la cuna desde la cual lanzo su grito primero, tiñendo las aguas del Magdalena con la tinta de su máquina de escribir para dejarnos obras eternas, en las que dibujo a los seres humanos tal y como son.
Hoy Nuestra América se funde con esa tierra de cafetales, volcanes, la Sierra Nevada de Santa Marta, que se enlazan con la rica manifestación musical que une a lo indio y africano la influencia española.
El Vallenato obliga al acordeón a tocar las más bellas notas para quien fue un defensor a ultranza de los ritmos populares colombianos, de todas las regiones desde el Cauca a Antioquia, desde Boyacá a Caldas.
No hay caminos colombianos que con su andar pausado no haya recorrido, ni teatros que no guarden sus olores, ni plazas que en las que no haya recibido aplausos.
Asi anduvo ese hombre infinito que gustaba de escribir con puño y letra sus obras, esos monumentos literarios que para la eternidad seguirán llevando su nombre.
Hay tristeza, claro que sí, pero nos vanagloriamos de haber podido contar con una de las miradas mas tiernas, con una de las sonrisas mar estimulantes que hayamos conocido.
Ha muerto el Gabo y Aracataca se inunda de flores, de trovadores, de amigos de la infancia y de otros lares, que no dejaran morir su temperamento, sus angustias ni sus verdades.