Una ofrenda en fuego a la libertad
POR Dilbert Reyes Rodríguez y Aldo Daniel Naranjo
BAYAMO.— En enero de 1869, Bayamo no era un pueblo estancado en el tiempo.
Al ser liberada meses antes por las fuerzas independentistas de Carlos Manuel de Céspedes, aquella, la segunda villa fundada en Cuba, ya respiraba ciertos aires de despertar a la modernidad de la época.
Por
muchos años, las huellas del patriótico incendio fueron notables en
la ciudad.
(esta es la imagen antigua de la actual calle carlos manuel de cespedes)
Un teatro, una plaza convertida en parque con jardines, una Sociedad Filarmónica, hoteles, comercios, lujosas mansiones y arquitectura pintoresca de la cual sobresalía una treintena de edificios de dos plantas, eran frutos de la preocupación, gestión, promoción y financiamiento de la propia generación de acaudalados patriotas que ahora había conquistado la libertad por las armas y la asentaba en la historia como capital de la Revolución.
Gran significado el que fueran sus propios hijos, y entre ellos, los que más hicieron por su progreso, quienes propusieran, consultaran al pueblo e iniciaran por sus casas el fuego que destruyó la ciudad con toda su fortuna y elegancia, aquel 12 de enero de 1869, hace 145 años.
Relevante también aquel incendio —poco útil , es la discusión sobre el uso del término, en vez de quema; pues si se ubica en la época, como debiera hacerse siempre en la apelación histórica, toda la papelería de sus protagonistas y otros patriotas definen el hecho como incendio— porque redujo a cenizas un Bayamo productivamente rico, resorte fundamental del comercio interno hacia otras villas y codiciado, allende los mares, por sus tantas bondades en azúcar, tercios de tabaco, aguardientes, carnes, cueros y ganado.
A
sus 500 años Bayamo recupera la imagen de sus numerosas
construcciones patrimoniales.
Aquella tremenda llamarada mucho debió lamentarse allá por Francia, Holanda, Esta-dos Unidos, México o Venezuela; como en los propios destinos comerciales de Camagüey, Trinidad, Sancti Spíritus, Cienfuegos y La Habana.
Sin embargo, la devastación del fuego hizo nacer un símbolo inédito en la historia patria, un ícono que exaltó la enorme magnitud de gloria que ya había alcanzado la urbe por ser la primera plaza arrebatada por cubanos al yugo español, que sentó a negros y albañiles en las sillas de un Gobierno Revolucionario, cuna de un himno guerrero trascendido a Nacional, y ahora este, el más elocuente acto de sacrificio colectivo por una causa común, sin reparos en el costo ni el futuro truncado.
RESORTES PARA UNA DECISIÓN MASIVA
"Hay que acabar con ese símbolo", habrán dicho con furia los jefes españoles de la Capitanía General antes de lanzar sobre Bayamo varias columnas fracasadas: una que intenta entrar por el arroyo Babatuaba y es rechazada por las fuerzas de Aguilera y Modesto Díaz; otra por las inmediaciones de Baire, que chocó con los hombres de Máximo Gómez, Donato Mármol, Luis Marcano y algunos más. Ni el propio Blas de Villate —el conocido Conde de Valmaseda— desembarcado en Manzanillo en noviembre, pudo avanzar con éxito.
Solo un segundo intento del militar es-pañol, multiplicado en hombres y con una estrategia bien pensada, pudo caer con fuerza definitiva sobre la defensa de la ciudad, en enero de 1869.
Después de haberse movido a pacificar alzamientos en Camagüey y retirarse a La Habana a preparar con el Capitán General la Operación Bayamo, Valmaseda desembarca en Nuevitas con unos 3 000 hombres que avanzarían sobre Bayamo, incluidos dos batallones de voluntarios habaneros, que significarían luego la primera confrontación de guerra entre cubanos.
Insuficientemente informado de las fuerzas contrarias, Céspedes, que preparaba el cerco sobre Santiago, ordena al general Modesto Díaz salir con cien hombres desde Manzanillo a apoyar en Las Tunas la neutralización de las tropas enemigas; pero su fracaso y el refuerzo a la columna española con nuevos hombres, obliga a Céspedes a suspender la mayor parte del cerco a Santiago y ocuparse con urgencia de la defensa de Bayamo.
En la táctica del Conde, un primer combate en Saladillo fue la acción mayor y de paso la más sangrienta y nefasta. Sorprendidas las huestes de Donato Mármol en aquel punto, la artillería hizo estragos sobre ellos, y unos 1 500 valerosos cubanos cayeron en el encuentro.
Solo dos posibilidades de cruce tenía el in-franqueable río Cauto y allí precisamente ubica Céspedes las dos defensas con la corriente como valladar natural. Debido a la resistencia en el Cauto del Paso, fue imposible el cruce para Valmaseda a pesar de la artillería y los esfuerzos de sus ingenieros por cruzar en chalanas; pero la ayuda de un hacendado español le indica la posibilidad por Cauto Embarcadero.
Bombardean el poblado, y al son del fuego los españoles procuran con éxito el cruce sobre el río. El acecho de la poderosa tropa, a la par de un cólera que reducía aceleradamente a los mambises, convierte la amenaza en demasiado seria.
Es entonces cuando, con la información del avance inminente, surge la idea del sacrificio del fuego, y ante la incógnita de cómo hacerlo, se apela al juicio del Presidente Céspedes, quien afirma: "Consulten al pueblo bayamés y que sea el pueblo quien decida esa resolución tan violenta, que si se ejecuta ha de dar timbre y gloria a la patria".
También consultado, el general Francisco Vicente Aguilera exclama para la posteridad en Manzanillo: "Si esa es la voluntad de los bayameses, destrúyase todo por el fuego, porque yo no tengo nada mientras no tenga patria".
A las seis de la mañana del 12 de enero, por resolución del pueblo —aunque esposas de oficiales españoles llegaron a ofrecer dinero en oro a los líderes insurgentes para renunciar a la idea— comienza la llamarada; entre las primeras, la casa y botica del farmacéutico y jefe militar, brigadier general Pedro Manuel Maceo Infante; así como la lujosa mansión de dos niveles, prendida por las propias manos de su propietario, el patricio Perucho Figueredo.
Las lenguas ardientes se expandieron por la urbe, unas veces por los propios moradores, otras por la Comisión de Quemadores designada para hacerlo por los menos arrestados.
El relato de Nicolás Heredia, luego novelista, un niño todavía al momento del incendio, retrata con elocuencia un pasaje vívido y sublime de ese instante; cuando, con los ojos de infante de diez años, vio a Donato Mármol, "en lo alto del techo de su casa, levantando las tejas para prenderle fuego a la madera".
¡Cuánto compromiso, cuánta renunciación de las casi diez mil personas que habitaban el Bayamo ahora inmolado!
Unos tomaron el camino de Manzanillo, otros el de Holguín adonde sus familiares, una parte a sus fincas en la Sierra Maestra o a las cuevas para sobrevivir; pero un grupo importante marchó a la manigua, al amparo de la soberanía que podía garantizar la defensa mambí.
Para entonces, ya era un hito realizado la epopeya del incendio, ya era una pausa en la historia, digna de reverencia. Las razones tu-vieron sus matices, pero ninguna se apartó del hondo patriotismo que inmortalizó la acción:
"No podíamos permitir que Valmaseda paseara como un campeón por Bayamo (...) que cogiera un solo frijol", diría el coronel Benjamín Ramírez; mientras la abanderada Canducha Figueredo, hija del autor del Himno, arropaba sus razones en la protección filial: "alejar de la depravación enemiga a las familias".
Lo cierto es que, horas después de la primera tea, el fuego coronaba la ciudad, mientras el rojo vivo brillaba en las lágrimas nostálgicas pero resueltas de sus moradores rumbo al monte.
Bayamo sacrificado ya era una ofrenda en cenizas a la libertad.