Los Juegos Olímpicos y las competencias deportivas
internacionales que giran en torno a ellos, y despiertan tanto
interés en miles de millones de personas, tienen una hermosa
historia que no por ultrajada debiera dejar de recordarse.
El aporte del creador de los Juegos Olímpicos fue
especialmente nítido, más aún que el de Nobel quien en una etapa de
su vida, buscando crear un medio más eficaz de producción, produjo
el explosivo con cuyos frutos económicos los designados para cumplir
su voluntad en favor de la paz lo mismo premian a un científico o
escritor brillante, que al jefe de un imperio que ordena el
asesinato de un adversario en presencia de su familia, el bombardeo
de una tribu en el centro de Asia o de un pequeño país independiente
del norte de África, y el exterminio de sus órganos de mando.
El Barón Pierre de Coubertin fue el creador de los
Juegos Olímpicos modernos; de origen aristocrático, nacido en
Francia, país capitalista donde un campesino, un obrero, o un
artesano, no tenían en aquella sociedad posibilidad alguna de
emprender esa tarea.
Desatendiendo los deseos de su familia, que deseaba
hacer de él un oficial del ejército, rompió con la Academia Militar
y se consagró a la pedagogía. De cierta forma su vida recuerda la de
Darwin, descubridor de las leyes de la Evolución Natural. Coubertin
se convierte en discípulo de un pastor anglicano, funda la primera
revista dedicada al deporte y logra que el gobierno francés la
incluya en la Exposición Universal de 1889.
Comienza a soñar con reunir en una competencia a
deportistas de todos los países bajo el principio de la unión y la
hermandad, sin fines lucrativos y solo impulsados por el deseo de
alcanzar la gloria.
Sus ideas inicialmente no fueron muy comprendidas
pero persistió, viajó por el mundo hablando de paz y unión entre los
pueblos y los seres humanos.
Finalmente, el Congreso Internacional de Educación
Física, celebrado en París en junio de 1894, creó los Juegos
Olímpicos.
La idea encontró resistencia e incomprensión en
Inglaterra, la principal potencia colonial; el boicot de Alemania,
poderoso imperio rival; e incluso la oposición de Atenas, ciudad
escogida para la primera Olimpiada.
Pierre de Coubertin logró comprometer a emperadores,
reyes y gobiernos de Europa con sus incansables esfuerzos y su
talento diplomático.
Lo principal fue, a mi juicio, la profundidad y la
nobleza de sus ideas que ganaron el apoyo de los pueblos del mundo.
El 24 de marzo de 1896, el Rey de Grecia, por
primera vez, declaró abierto los Primeros Juegos Olímpicos
Internacionales de Atenas, hace 115 años.
Dos destructivas y demoledoras guerras han
transcurrido desde entonces, originadas ambas en Europa, las que
costaron al mundo decenas de millones de personas muertas en los
combates, y a los cuales se sumaron los civiles muertos en los
bombardeos o por el hambre y las enfermedades que vinieron después.
La paz no está garantizada. Lo que se conoce es que, en una nueva
guerra mundial, las armas modernas podrían destruir varias veces a
la humanidad.
Es a la luz de estas realidades que tanto admiro la
conducta de nuestros deportistas.
Lo más importante del movimiento olímpico es la
concepción del deporte como instrumento de educación, salud y
amistad entre los pueblos; un antídoto real a vicios como las
drogas, el consumo de tabacos, el abuso de bebidas alcohólicas, y
los actos de violencia que tanto afectan a la sociedad humana.
Por la mente del fundador del olimpismo no pasaba el
deporte tarifado ni el mercado de atletas. Ese fue también el noble
objetivo de la Revolución cubana, lo cual implicaba el deber de
promover tanto el deporte como la salud, la educación, la ciencia,
la cultura y el arte, que fueron siempre principios irrenunciables
de la Revolución.
Más no solo eso, nuestro país promovió la práctica
deportiva y la formación de entrenadores en los países del Tercer
Mundo que luchaban por su desarrollo. Una Escuela Internacional de
Educación Física y Deportes funciona en nuestra Patria desde hace
muchos años, y en ella se han formado numerosos entrenadores que
desempeñan con eficiencia sus funciones en países que a veces
compiten en importantes deportes con nuestros propios atletas.
Miles de especialistas cubanos han prestados sus
servicios como entrenadores y técnicos deportivos en muchos países
del llamado Tercer Mundo.
Es en el marco de esos principios aplicados durante
decenas de años que nuestro pueblo se siente orgulloso de las
medallas que obtienen sus atletas en las competencias
internacionales.
Las transnacionales del deporte tarifado han dejado
muy atrás los sueños del creador del olimpismo.
Valiéndose del prestigio creado por las competencias
deportivas, excelentes atletas, la mayoría de ellos nacidos en
países pobres de África y América Latina, son comprados y vendidos
en el mercado internacional por aquellas empresas, y solo en
contadas ocasiones se les permite jugar en los equipos de su propio
país, donde fueron promovidos como atletas prestigiosos por sus
esfuerzos personales y su propia calidad.
Nuestro pueblo, austero y sacrificado, ha tenido que
enfrentarse a los zarpazos de esos mercachifles del deporte rentado
que ofrecen fabulosas sumas a nuestros atletas, y en ocasiones
privan al pueblo de su presencia con esos groseros actos de
piratería.
Como aficionado al deporte muchas veces conversé con
los más destacados, y por ello en esta ocasión me complacía mucho
ver a través de la televisión los éxitos deportivos de nuestra
delegación y su regreso victorioso a la Patria, procedente de
Guadalajara, donde Estados Unidos, a pesar de poseer aproximadamente
27 veces más habitantes que Cuba, sólo pudo obtener 1,58 veces más
títulos y las correspondientes medallas de oro que Cuba, la cual
alcanzó 58.
Brasil, con más de 200 millones de habitantes,
obtuvo 48.
México, con más de 100, obtuvo 42.
Canadá, un país rico y desarrollado con 34 millones
de habitantes, obtuvo solo 30.
El número total de medallas de oro, plata y bronce
alcanzadas por Cuba, fue proporcional al número de títulos
mencionados.
No pocos de nuestros jóvenes atletas tuvieron éxitos
verdaderamente sorprendentes.
A pesar de las victorias, que enorgullecen a nuestro
pueblo, tenemos el deber de seguir superándonos.