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martes, 14 de febrero de 2012

CARLOS MANUEL DE CESPEDES: DEL BANQUETE BURGUÉS A LA SAZÓN DE CAMPAÑA


 


Por el Licenciado Evelio Traba  Fonseca. Especialista Casa Natal  Carlos Manuel de Céspedes.



Sorprendido  por la lucidez premonitoria contenida en las páginas finales del Diario Perdido de Carlos Manuel de Céspedes, he pensado muchas veces que el almuerzo ofrecido por el lugareño Evaristo Millán, hubiera podido salvarle aquel fatídico 27 de febrero. El placer de esa digresión metafísica, me ha llevado en ocasiones a tramar un texto apócrifo  en que el bayamés burla la persecución  del Batallón de San Quintín y parte al extranjero para regresar luego con una expedición que cambia el curso de los acontecimientos. Pero en el juego de la Historia y la vida misma, es imposible sacar de entre el mazo, el naipe elegido en el afán de evadir la tiranía  de los hechos, lo invariable de ciertos designios.
Dispersas entre sus diarios de campaña y cartas a su segunda esposa, aparecen constantes alusiones a raros platos mambises. Engendrados por las contingencias de la manigua unos, otros eran cosecha de hábitos ancestrales  provenientes a su vez de ese trueque de recetas entre indígenas, hispanos y negros. Las peripecias impuestas por la naciente Revolución en cuanto a la fractura de estilos de vida, generó numerosas alternativas, pero también traumas y conflictos que carcomieron  la firmeza inicial de muchos que terminaron presentándose al enemigo o emigrando al extranjero, ya fuese a Estados Unidos o Centro América. El propio Carlos Manuel previno, en varias ocasiones, a la entonces bisoña Ana de Quesada, para que no viniese a Cuba a causa de las extremas condiciones de supervivencia a que se veían sometidos quienes abrazaban el vagar constante por bosques y serranías. «Salió Alberto pª. la costa con el objeto de hacer caro, q. es una sabrosa preparación de los huevos del cangrejo[1]». Tal es la última anotación referente a  la gastronomía de campaña en el diario que permaneció casi 120 años en la penumbra del anonimato, fechada dos días antes de que un proyectil español perforara fatalmente su pectoral izquierdo. Ante tal coqueteo con las sombras, reconozco que me agradan los retrocesos en el tiempo, ese juego de relámpagos que ilumina recintos prohibidos por la oficialidad y otras manquedades de origen común. Pienso entonces en las festividades de Noche Buena en Bayamo, en las tertulias y saraos de La Filarmónica, en las invitaciones de amigos a banquetes no registrados por el cronicón de época, pienso en un mundo de sensaciones no desparecido con los receptores gustativos de a quienes dieron dicha y deleite puramente hedónico. Carlos Manuel no podía sustraerse de los privilegios que disfrutaba la clase a que pertenecía por derecho de linaje y estatus financiero, pero toda convicción humana se erige sobre un cúmulo de renunciaciones y en él fue más austero y fuerte su proyecto personal más arraigado, que su apego a las libaciones terrenas. Creer profundamente en una causa implica prescindir y esa pasión y convencimiento con que se persiste atenúa la brusquedad de tales escisiones. La madera de un héroe- en este caso de Céspedes- no tiene por qué mostrar siempre un listón monolítico de virtudes y perfección tan sólo creíbles desde ciertas miopías  ya consagradas. La historia emotiva de un hombre tendería entonces a revelar los resortes incomprensibles del deseo, de las pulsiones que tienen su origen en el rictus fisiológico de los hábitos,  de las regularidades vitales incorporadas al Inconsciente como a una despensa cuyas dimensiones reales desconocemos. Una referencia encontrada casi al azar, me induce a representarme a un Carlos Manuel más cercano al ser sensorial que  a la incuestionable visión ética que de él tenemos quienes lo consideramos como uno de  los mayores enigmas de la Nación. Dicha alusión  fue publicada en París a pocos meses de la tragedia de San Lorenzo, por su coterráneo Manuel Anastasio Aguilera. «Céspedes era pequeño de estatura: aunque robusto, bien proporcionado, de fuerte constitución y rápido en sus movimientos[2]». De tal afirmación puede inferirse que una nutrida cultura alimenticia había sido heredada por él de sus mayores, consumidores natos de glucosa y filetes de res, deducción que, enfocada desde sus remilgos, lo hacen parecer como un catador de exquisiteces a lo largo de  sus años de holgura. Aunque bien es cierto que no era dado  los excesos, convirtió el refinamiento de sus hábitos en predilecciones que su intransigencia y las circunstancias le harían abandonar por completo. En un trabajo reciente e inédito del prestigioso escritor y profesor bayamés Domingo Cuza Pedrera, ofrezco a la avidez del lector una valiosa observación del investigador eminente: «La cocina de campaña es ante todo una cocina de contingencia, marcada por las circunstancias y las carencias que un conflicto bélico impone. No se escoge lo que se desea comer si no lo que aparece y con los recursos que en ese momento se tengan a la mano; y como necesidad es madre del ingenio y suprema inventora de las cosas, la cocina de campaña es en extremo innovadora, creativa e ingeniosa».
Es evidente que no fue Carlos Manuel  el único  entre sus compatriotas burgueses en quien se operó semejante metamorfosis, pero resulta curioso su modo se asumir ese deslinde de lo que había sido su vida antes de aquel  sábado 10 de octubre de de 1868. Muchos no resistieron los embates e impusieron sobre el infortunio de sus soldados, la depredación carnívora del gozador criollo, como es el caso de Calixto García, Titá Calvar o el mismísimo Salvador Cisneros Betancourt, por sólo citar conductas de algunos reputados jefes cubanos(es útil que la Historia se ocupe de tales maniqueísmos). Según J. L. Borges, la Historia «es lo que juzgamos que sucedió», y por tanto, validando esa tesis de aproximación, la conjetura se torna una especie de ganzúa tan sutil que no es necesario derribar la puerta de los acontecimientos para penetrar hasta lo que bien puede ser su esencia. Es de suponer entonces, que en fecha tan crucial para los Céspedes –Castillo como la unión matrimonial  de los primos María del Carmen y Carlos Manuel(precisamente en el cumpleaños 20 de éste), ambas familias ofreciesen un banquete donde no faltasen cerdo asado, mariscos, ancas de venado, pasteles a la francesa, cerveza, aguardiente, vino de Rioja o Jeréz, refrigerios de frutas de estación, bombones de chocolate, ponche, longanizas y otra serie de manjares criollos que sería difícil de enumerar en secuencia honesta. Su regreso de Europa a fines de 1842, debe haber desatado semejantes extravagancias al ser recibido por los suyos en la que después sería la llamada «Casa de las Columnas» en la barriada de San Francisco, extravagancias que de algún modo competían con las delicias del mundo catalán, la irrupción ferviente de las pastas napolitanas, las voluptuosidades enajenantes de la comida parisina y el recato adusto de los banquetes ingleses. Pero el mango y la guayaba terminaron sepultando, con las bondades de sus jugos y aromas, la sobriedad septentrional de  nueces y avellanas. En el poema «Contestación», dedicado a su amigo y pariente José Fornaris, el propio Céspedes trazó un delicado fresco de su apego a los goces mundanos: «Cual tú también me complací en las fiestas del loco carnaval/ También forjé mis locos devaneos/ también gocé variadas impresiones; /sentí apagarse y renacer deseos, / y crucé por espléndidos salones; en la fuente bebí de la opulencia…». En las conjeturas anteriores caben también los posibles banquetes a que fuera convidado en Bayamo y Manzanillo luego de sus victorias como jurisconsulto;  las fiestas  familiares tras la suspensión de sus destierros entre 1852 y 1855, las jornadas en Demajagua, y finalmente, como una huella exigua de su estatura señorial, el agasajo ofrecido por Manuel de Quesada y sus compatriotas camagüeyanos antes y después de ser nombrado Presidente de República en Armas en abril de 1869. Luego las vicisitudes, como plantas parásitas, fagocitaron lo que había quedado del burgués para homogenizar su suerte a la del resto de sus compañeros levantados en armas. A causa de las terribles obligaciones de los tres primeros años  de la guerra, Céspedes pudo escribir bien pocos documentos sobre su circunstancia personal que perfiló de algún modo la historia de sus peripecias de alimentación en campaña, puesto que la inestabilidad de aquella época fracturó la  regularidad de algunos hábitos que antes era posible enraizar. No es hasta principios de 1871, que Carlos Manuel escribe algunas de las cartas más personales que hasta nosotros han llegado, las enviadas a su  segunda esposa. En ellas da un informe detallado  de las condiciones de vida y las escasas posibilidades de subsistencia que brindaba esa franja de la Isla, asolada por la tea y la persecución a muerte de los carniceros españoles. En una misiva del 18 de octubre de ese propio año, escribe a su querida Anita: «La comida se reduce a frutas y raíces, carne de jutía, caballo, rara vez de vaca y casi nunca de puerco». Respecto a este particular es útil resaltar el papel de los buscadores de viandas y cocineros, verdaderos maîtres pedestres  con que contaba toda Prefectura mambisa, que lograron sustanciosas contribuciones al acervo culinario cubano. Esos conserjes de caldero, lidiaban con grandes déficits: sal e ingredientes. Por lo general eran obtenidos a través de peligrosos trueques en zonas cercanas a poblaciones o arrebatados al enemigo en algún convoy capturado. En medio de tales avatares, Carlos Manuel refiere a su esposa en la carta antes citada: «…cada vez enflaquezco más con las malas comidas…». Los años transcurridos en la movilidad de la manigua no representaron una mejoría respecto a tan precarias opciones de subsistencia; seguían sacrificándose caballos que aun podían resistir miles de leguas, incrementó el número de depredaciones e indisciplinas cometidas por miembros del propio Ejército Libertador contra campesinos dueños de pequeños conucos o corrales.«Dicen q. Félix [Figueredo] ha obligado a un pobre padre de familia de familias de estas cercanías a q. le traiga dos jutías diarias[3]». Este breve extracto correspondiente al lunes 17 de noviembre de 1873, corrobora el estado de depauperación antes enunciado. Céspedes, tal como lo demuestran sus escritos se mostraba inflexible para con  los perpetradores de tales excesos, lo que exacerbaba sus sentido  de la justicia  y la autoadministración de bienes en la cúpula estrecha de sus oficiales. No obstante, una regresión al tiempo anterior es permitida por el lector. En medio de un año tan crítico para la Revolución como 1872, refiere de una temporada en que sólo  aparecían ñames cimarrones y una que otra jutía derribada a discreción, pero en una carta a su confidente en abril de ese mismo año, le recuerda: «…a la patria le  tengo hecho el sacrificio de mi persona y de todas mis afecciones». En otro momento levemente posterior a estas líneas que cito, anota como curiosidad, que  había profetizado  comerían carne de caballo toda vez que llevaban varios días consumiendo palmito[4] y mangos verdes. Vecinos y soldados lo agasajan con «naranjas de china y limonada», ambas refrescantes que devienen barricada antigripal ante el asedio de las constantes lluvias. Es necesario detenerse en esto último: los avatares de Carlos Manuel en  los años de contienda habían resentido su salud  de tal modo, que en caso de haber sobrevivido a la emboscada de San Lorenzo, no serían tal vez muchos los años de vida que le restaban, y a favor de ese deterioro contribuyó la dieta desbalanceada y paupérrima causante de constantes malestares de todo tipo, tanto somáticos como psíquicos. Otros párrafos de las cartas  a su esposa, esta fechada en campos de Cuba Libre, en agosto de 1872, revelan lo dramático de su cuadro vital y el de sus compañeros de armas. «Vivo en una choza o la intemperie. Como lo que me dan aunque sean los reptiles más inmundos. Ando vestido y calzado de una manera grotesca, pero honesta.» Su diario, comenzado en julio de ese crudo año, es otra de las fuentes  de excepcional información. La anotación del sábado 27, refiere: «Hoy tenemos arroz, carne de caballo y vaca, maíz tierno y otras viandas[5]».  A la escasez del martes 30, prosigue una curiosa acotación del día siguiente, que resalta por lo raro de su inventiva. «Estamos comiendo sopas de semillas de mamoncillos y dulces de mangos sin azúcar ni miel». La proyección gustativa de ese disparatado conjunto, se me hace netamente impracticable. Pero unos días después, los acontecimientos tomaron un curso favorable, fue capturado un convoy español por Flor Crombet en las cercanías del Cobre y tal es el reporte: «…para mí  y los ayudantes carne, bacalao, café, azúcar, raspaduras, galletas, cebollas, frutas, ron y  vino…». Luego, casi unos diez días después, se lamenta: «Como se consumió el convoy, estamos ahora mal de alimentos». De este modo transcurre irregularmente la duración de los bastimentos, alternándose con peripecias  de asistentes que huyen cargados de recursos y aparecen luego con excusas de extraordinarias desventuras. O no aparecen. Por esos días, las Cancino (Manuela, Mercedes y Micaela) le obsequian «ajiaco de bollos de harina de maíz», mangos y cocos. Nuevamente, el martes 3 de septiembre, se deja sentir el efecto de las garantías de abastecimiento ya en franca desaparición: «Hace días que no como sino vegetales con grasa de coco, lo que empieza a causarme efectos de purgante». Pero este cúmulo de anotaciones no era solamente un mero inventario hecho para auxiliar la memoria en tiempos urdidos para un futuro que jamás llegó, en ellas estaba contenida la observación penetrante y un exhaustivo sentido del asombro ante las alternativas de esa redentora ingeniería del paladar. Tal es el caso de la anotación correspondiente al sábado 7 de ese mismo mes. «En esta costa se hacen muchas aplicaciones del coco a la alimentación; lo usan como grasa, como leche, como fruta, como dulce, como agua, fabrican de la cáscara varias clases de vasijas; finalmente lo administran como medicina». En medio de ansiedades y digestiones insatisfechas, resulta notable cómo Céspedes es partidario acérrimo de compartir lo poco que se tiene sin distinción entre soldados y ofíciales, incluso, con los prisioneros españoles en rémora. El domingo 20 de octubre (cuarto aniversario de la Toma de Bayamo), estampa en su memoranda: «Acosta me mandó un poco de sal. Fornaris y Carlitos me dieron naranjas. Excusado es repetir que yo continuamente estoy regalando a todos de cuanto consigo». Aseveraciones como estas pululan en sus diarios y cartas, pero no puedo dejar de resaltar una que me ha parecido de las más interesantes, hacia el final de las ya citadas anotaciones en su bitácora de hombre en tierra, el viernes 6 de noviembre. «Ayer entraron los vianderos cargados de raspaduras, hoy entraron los otros con los jolongos llenos de magníficas viandas…Por hambre no nos rendirán los españoles». Imagino que el tiempo restante del que no poseemos información se haya comportado con similares alternancias, la mutación  de lo impensado, soluciones que hoy nos parecen descabelladas y hermosas, además de su sobrada audacia. Pero entre enero de 1873 y el 25 de julio de ese mismo año existe poca información respecto al tema que hemos venido abordando. A fines de octubre fue consumada la deposición de su cargo de Presidente de la República, primer fulminante de la bala española que terminó el trabajo iniciado por la Cámara de Representantes desde el inicio de la guerra. Céspedes recogió los pormenores de su vía crucis en su diario, comenzado a un año y un día después de haber estampado la línea prima del anterior. A lo largo de sus doscientas veinticuatro anotaciones, testimonio de un hombre acorralado por lo nefasto de las circunstancias, desfilan jutías, andaraces[6],  biajacas, majaes,  platos de atol[7], bacán[8], calalú[9], casabe,  catibía[10] y matahambre, todos engendrados por la tradición o la inventiva de hombres y mujeres que se impusieron a su tiempo con el fin primario de sobrevivir y luego alcanzar una libertad que parecía divisarse cada vez más lejos. Las circunstancias que permearon la subjetividad del diario,  fueron tan complejas en su momento como las asechanzas e intrigas fabricadas por muchos de sus poseedores temporales, pero necesariamente ese intríngulis merece otras horas de estudio y análisis pericial. El tiempo anterior, ni siquiera el nuestro, nos puede ser devuelto. Sólo podemos acceder a una  mínima parte de él a ojo en lupa, retazos o hebras que a veces  son útiles para reconstruir buena parte del tapiz. En muchas ocasiones (casi en los preludios  de la noche) aprovechando la plática del custodio con algún paseante, he conversado con el retrato de  Carlos Manuel de Céspedes. El héroe sacude los guantes contra el bastón, cruza la pierna, rectifica el orden de su melena, declama en susurro algún hexámetro de la Eneida y algunas veces ha sonreído imperceptiblemente.  En estos meses en que he podido tocar su caligrafía pulcra, sus rasgos comedidos  y a la vez desenvueltos, me parece el gran desconocido que nos mira tras la cerradura del mito, sin que adivinemos su verdadera fisonomía, su rostro íntimo, su identidad profunda. De esto doy fe: el viaje es pura pasión, entrar en la escafandra de otra edad, interrogar con justicia cuanto hemos heredado.


[1] Diario Perdido, Carlos Manuel de Céspedes, Pág. 218. Ediciones Boloña, 1998.
[2] Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, tomo 1. Compilación y prólogo de Fernando Portuondo  y Hortensia Pichardo. Ciencias Sociales, La Habana, 1974.
   
[3] Carlos Manuel de Cespedes. Diario Perdido. Pág.  128. Ediciones Boloña, 1998.  
[4] De este modo se le denominaba a la extensión vegetal más tierna de la palma real, descubierta entonces como viable alternativa alimentaria.
[5] Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, tomo 1, pag 342. Compilación y prólogo de Fernando Portuondo  y Hortensia Pichardo. Ciencias Sociales, La Habana, 1974.
[6] Por ese nombre se conocía en Bayamo y Manzanillo  a una especie de jutía carabalí de trompa larga, flexible y denuda que se alimentaba tanto de tubérculos como insectos.
[7] Voz indígena que designa cualquier tipo de caldo espeso elaborado a base de farináceas que bien pueden ser sagú, maíz tierno o arroz.
[8] Masa de maíz cocida con pedazos de carne  de cerdo, tomate, ajíes cimarrones, envuelta en hojas de plátano.
[9] Especie de potaje compuesto de hojas de malanga, verdolagas y otros vegetales picados, cocidos, usualmente con sal y vinagre.
[10] Residuo de la yuca rayada y puesta al sol con  la que se hace variedad de dulces.