Por el Licenciado Evelio Traba
Fonseca. Especialista Casa Natal
Carlos Manuel de Céspedes.
Sorprendido
por la lucidez premonitoria contenida en las páginas finales del Diario
Perdido de Carlos Manuel de Céspedes, he pensado muchas veces que el almuerzo
ofrecido por el lugareño Evaristo Millán, hubiera podido salvarle aquel
fatídico 27 de febrero. El placer de esa digresión metafísica, me ha llevado en
ocasiones a tramar un texto apócrifo en
que el bayamés burla la persecución del
Batallón de San Quintín y parte al extranjero para regresar luego con una
expedición que cambia el curso de los acontecimientos. Pero en el juego de la Historia y la vida misma,
es imposible sacar de entre el mazo, el naipe elegido en el afán de evadir la
tiranía de los hechos, lo invariable de
ciertos designios.
Dispersas entre sus diarios de campaña y cartas a su
segunda esposa, aparecen constantes alusiones a raros platos mambises. Engendrados
por las contingencias de la manigua unos, otros eran cosecha de hábitos
ancestrales provenientes a su vez de ese
trueque de recetas entre indígenas, hispanos y negros. Las peripecias impuestas
por la naciente Revolución en cuanto a la fractura de estilos de vida, generó
numerosas alternativas, pero también traumas y conflictos que carcomieron la firmeza inicial de muchos que terminaron
presentándose al enemigo o emigrando al extranjero, ya fuese a Estados Unidos o
Centro América. El propio Carlos Manuel previno, en varias ocasiones, a la
entonces bisoña Ana de Quesada, para que no viniese a Cuba a causa de las
extremas condiciones de supervivencia a que se veían sometidos quienes
abrazaban el vagar constante por bosques y serranías. «Salió Alberto pª. la
costa con el objeto de hacer caro, q. es una sabrosa preparación
de los huevos del cangrejo[1]». Tal
es la última anotación referente a la
gastronomía de campaña en el diario que permaneció casi 120 años en la penumbra
del anonimato, fechada dos días antes de que un proyectil español perforara
fatalmente su pectoral izquierdo. Ante tal coqueteo con las sombras, reconozco
que me agradan los retrocesos en el tiempo, ese juego de relámpagos que ilumina
recintos prohibidos por la oficialidad y otras manquedades de origen común. Pienso
entonces en las festividades de Noche Buena en Bayamo, en las tertulias y
saraos de La Filarmónica,
en las invitaciones de amigos a banquetes no registrados por el cronicón de
época, pienso en un mundo de sensaciones no desparecido con los receptores gustativos
de a quienes dieron dicha y deleite puramente hedónico. Carlos Manuel no podía
sustraerse de los privilegios que disfrutaba la clase a que pertenecía por
derecho de linaje y estatus financiero, pero toda convicción humana se erige
sobre un cúmulo de renunciaciones y en él fue más austero y fuerte su proyecto
personal más arraigado, que su apego a las libaciones terrenas. Creer
profundamente en una causa implica prescindir y esa pasión y convencimiento con
que se persiste atenúa la brusquedad de tales escisiones. La madera de un
héroe- en este caso de Céspedes- no tiene por qué mostrar siempre un listón
monolítico de virtudes y perfección tan sólo creíbles desde ciertas
miopías ya consagradas. La historia
emotiva de un hombre tendería entonces a revelar los resortes incomprensibles
del deseo, de las pulsiones que tienen su origen en el rictus fisiológico de
los hábitos, de las regularidades
vitales incorporadas al Inconsciente como a una despensa cuyas dimensiones
reales desconocemos. Una referencia encontrada casi al azar, me induce a
representarme a un Carlos Manuel más cercano al ser sensorial que a la incuestionable visión ética que de él
tenemos quienes lo consideramos como uno de
los mayores enigmas de la Nación.
Dicha alusión fue
publicada en París a pocos meses de la tragedia de San Lorenzo, por su
coterráneo Manuel Anastasio Aguilera. «Céspedes era pequeño de estatura: aunque
robusto, bien proporcionado, de fuerte constitución y rápido en sus movimientos[2]». De
tal afirmación puede inferirse que una nutrida cultura alimenticia había sido
heredada por él de sus mayores, consumidores natos de glucosa y filetes de res,
deducción que, enfocada desde sus remilgos, lo hacen parecer como un catador de
exquisiteces a lo largo de sus años de
holgura. Aunque bien es cierto que no era dado
los excesos, convirtió el refinamiento de sus hábitos en predilecciones
que su intransigencia y las circunstancias le harían abandonar por completo. En
un trabajo reciente e inédito del prestigioso escritor y profesor bayamés
Domingo Cuza Pedrera, ofrezco a la avidez del lector una valiosa observación
del investigador eminente: «La cocina de campaña es ante todo una cocina de
contingencia, marcada por las circunstancias y las carencias que un conflicto
bélico impone. No se escoge lo que se desea comer si no lo que aparece y con
los recursos que en ese momento se tengan a la mano; y como necesidad es madre
del ingenio y suprema inventora de las cosas, la cocina de campaña es en
extremo innovadora, creativa e ingeniosa».
Es evidente que no fue Carlos Manuel el único
entre sus compatriotas burgueses en quien se operó semejante
metamorfosis, pero resulta curioso su modo se asumir ese deslinde de lo que
había sido su vida antes de aquel sábado
10 de octubre de de 1868. Muchos no resistieron los embates e impusieron sobre
el infortunio de sus soldados, la depredación carnívora del gozador criollo,
como es el caso de Calixto García, Titá Calvar o el mismísimo Salvador Cisneros
Betancourt, por sólo citar conductas de algunos reputados jefes cubanos(es útil
que la Historia
se ocupe de tales maniqueísmos). Según J. L. Borges, la Historia «es lo que
juzgamos que sucedió», y por tanto, validando esa tesis de aproximación, la
conjetura se torna una especie de ganzúa tan sutil que no es necesario derribar
la puerta de los acontecimientos para penetrar hasta lo que bien puede ser su
esencia. Es de suponer entonces, que en fecha tan crucial para los Céspedes
–Castillo como la unión matrimonial de
los primos María del Carmen y Carlos Manuel(precisamente en el cumpleaños 20 de
éste), ambas familias ofreciesen un banquete donde no faltasen cerdo asado,
mariscos, ancas de venado, pasteles a la francesa, cerveza, aguardiente, vino
de Rioja o Jeréz, refrigerios de frutas de estación, bombones de chocolate,
ponche, longanizas y otra serie de manjares criollos que sería difícil de
enumerar en secuencia honesta. Su regreso de Europa a fines de 1842, debe haber
desatado semejantes extravagancias al ser recibido por los suyos en la que
después sería la llamada «Casa de las Columnas» en la barriada de San
Francisco, extravagancias que de algún modo competían con las delicias del
mundo catalán, la irrupción ferviente de las pastas napolitanas, las
voluptuosidades enajenantes de la comida parisina y el recato adusto de los
banquetes ingleses. Pero el mango y la guayaba terminaron sepultando, con las
bondades de sus jugos y aromas, la sobriedad septentrional de nueces y avellanas. En el poema «Contestación»,
dedicado a su amigo y pariente José Fornaris, el propio Céspedes trazó un
delicado fresco de su apego a los goces mundanos: «Cual tú también me complací en las
fiestas del loco carnaval/ También forjé mis locos devaneos/ también gocé
variadas impresiones;
/sentí apagarse y renacer deseos, / y crucé por espléndidos
salones; en la fuente bebí de la opulencia…». En las conjeturas anteriores
caben también los posibles banquetes a que fuera convidado en Bayamo y
Manzanillo luego de sus victorias como jurisconsulto; las fiestas
familiares tras la suspensión de sus destierros entre 1852 y 1855, las
jornadas en Demajagua, y finalmente, como una huella exigua de su estatura
señorial, el agasajo ofrecido por Manuel de Quesada y sus compatriotas
camagüeyanos antes y después de ser nombrado Presidente de República en Armas
en abril de 1869. Luego las vicisitudes, como plantas parásitas, fagocitaron lo
que había quedado del burgués para homogenizar su suerte a la del resto de sus
compañeros levantados en armas. A causa de las terribles obligaciones de los
tres primeros años de la guerra, Céspedes
pudo escribir bien pocos documentos sobre su circunstancia personal que perfiló
de algún modo la historia de sus peripecias de alimentación en campaña, puesto
que la inestabilidad de aquella época fracturó la regularidad de algunos hábitos que antes era
posible enraizar. No es hasta principios de 1871, que Carlos Manuel escribe
algunas de las cartas más personales que hasta nosotros han llegado, las
enviadas a su segunda esposa. En ellas
da un informe detallado de las
condiciones de vida y las escasas posibilidades de subsistencia que brindaba
esa franja de la Isla,
asolada por la tea y la persecución a muerte de los carniceros españoles. En
una misiva del 18 de octubre de ese propio año, escribe a su querida Anita: «La
comida se reduce a frutas y raíces, carne de jutía, caballo, rara vez de vaca y
casi nunca de puerco». Respecto a este particular es útil resaltar el papel de
los buscadores de viandas y cocineros, verdaderos maîtres pedestres con que contaba toda Prefectura mambisa, que
lograron sustanciosas contribuciones al acervo culinario cubano. Esos conserjes
de caldero, lidiaban con grandes déficits: sal e ingredientes. Por lo general
eran obtenidos a través de peligrosos trueques en zonas cercanas a poblaciones o
arrebatados al enemigo en algún convoy capturado. En medio de tales avatares,
Carlos Manuel refiere a su esposa en la carta antes citada: «…cada vez
enflaquezco más con las malas comidas…». Los años transcurridos en la movilidad
de la manigua no representaron una mejoría respecto a tan precarias opciones de
subsistencia; seguían sacrificándose caballos que aun podían resistir miles de
leguas, incrementó el número de depredaciones e indisciplinas cometidas por
miembros del propio Ejército Libertador contra campesinos dueños de
pequeños conucos o corrales.«Dicen q. Félix [Figueredo] ha obligado a un pobre
padre de familia de familias de estas cercanías a q. le traiga dos jutías
diarias[3]».
Este breve extracto correspondiente al lunes 17 de noviembre de 1873, corrobora
el estado de depauperación antes enunciado. Céspedes, tal como lo demuestran
sus escritos se mostraba inflexible para con
los perpetradores de tales excesos, lo que exacerbaba sus sentido de la justicia y la autoadministración de bienes en la cúpula
estrecha de sus oficiales. No obstante, una regresión al tiempo anterior es
permitida por el lector. En medio de un año tan crítico para la Revolución como 1872,
refiere de una temporada en que sólo
aparecían ñames cimarrones y una que otra jutía derribada a discreción,
pero en una carta a su confidente en abril de ese mismo año, le recuerda: «…a
la patria le tengo hecho el sacrificio
de mi persona y de todas mis afecciones». En otro momento levemente posterior a
estas líneas que cito, anota como curiosidad, que había profetizado comerían carne de caballo toda vez que
llevaban varios días consumiendo palmito[4]
y mangos verdes. Vecinos y soldados lo agasajan con «naranjas de china y
limonada», ambas refrescantes que devienen barricada antigripal ante el asedio
de las constantes lluvias. Es necesario detenerse en esto último: los avatares
de Carlos Manuel en los años de
contienda habían resentido su salud de
tal modo, que en caso de haber sobrevivido a la emboscada de San Lorenzo, no
serían tal vez muchos los años de vida que le restaban, y a favor de ese
deterioro contribuyó la dieta desbalanceada y paupérrima causante de constantes
malestares de todo tipo, tanto somáticos como psíquicos. Otros párrafos de las
cartas a su esposa, esta fechada en campos
de Cuba Libre, en agosto de 1872, revelan lo dramático de su cuadro vital y el
de sus compañeros de armas. «Vivo en una choza o la intemperie. Como lo que me
dan aunque sean los reptiles más inmundos. Ando vestido y calzado de una manera
grotesca, pero honesta.» Su diario, comenzado en julio de ese crudo año, es
otra de las fuentes de excepcional
información. La anotación del sábado 27, refiere: «Hoy tenemos arroz, carne de
caballo y vaca, maíz tierno y otras viandas[5]». A la escasez del martes 30, prosigue una
curiosa acotación del día siguiente, que resalta por lo raro de su inventiva.
«Estamos comiendo sopas de semillas de mamoncillos y dulces de mangos sin
azúcar ni miel». La proyección gustativa de ese disparatado conjunto, se me
hace netamente impracticable. Pero unos días después, los acontecimientos
tomaron un curso favorable, fue capturado un convoy español por Flor Crombet en
las cercanías del Cobre y tal es el reporte: «…para mí y los ayudantes carne, bacalao, café, azúcar,
raspaduras, galletas, cebollas, frutas, ron y
vino…». Luego, casi unos diez días después, se
lamenta: «Como se consumió
el convoy, estamos ahora mal de alimentos». De este modo transcurre
irregularmente la duración de los bastimentos, alternándose con peripecias de asistentes que huyen cargados de recursos
y aparecen luego con excusas de extraordinarias desventuras. O no aparecen. Por
esos días, las Cancino (Manuela, Mercedes y Micaela) le obsequian «ajiaco de
bollos de harina de maíz», mangos y cocos. Nuevamente, el martes 3 de
septiembre, se deja sentir el efecto de las garantías de abastecimiento ya en
franca desaparición: «Hace días que no como sino vegetales con grasa de coco,
lo que empieza a causarme efectos de purgante». Pero este cúmulo de anotaciones
no era solamente un mero inventario hecho para auxiliar la memoria en tiempos
urdidos para un futuro que jamás llegó, en ellas estaba contenida la
observación penetrante y un exhaustivo sentido del asombro ante las
alternativas de esa redentora ingeniería del paladar. Tal es el caso de la
anotación correspondiente al sábado 7 de ese mismo mes. «En esta costa se hacen
muchas aplicaciones del coco a la alimentación; lo usan como grasa, como leche,
como fruta, como dulce, como agua, fabrican de la cáscara varias clases de
vasijas; finalmente lo administran como medicina». En medio de ansiedades y
digestiones insatisfechas, resulta notable cómo Céspedes es partidario acérrimo
de compartir lo poco que se tiene sin distinción entre soldados y ofíciales,
incluso, con los prisioneros españoles en rémora. El domingo 20 de octubre (cuarto
aniversario de la Toma
de Bayamo), estampa en su memoranda: «Acosta me mandó un poco de sal. Fornaris
y Carlitos me dieron naranjas. Excusado es repetir que yo continuamente estoy
regalando a todos de cuanto consigo». Aseveraciones como estas pululan en sus
diarios y cartas, pero no puedo dejar de resaltar una que me ha parecido de las
más interesantes, hacia el final de las ya citadas anotaciones en su bitácora
de hombre en tierra, el viernes 6 de noviembre. «Ayer entraron los vianderos
cargados de raspaduras, hoy entraron los otros con los jolongos llenos de
magníficas viandas…Por hambre no nos rendirán los españoles». Imagino que el
tiempo restante del que no poseemos información se haya comportado con
similares alternancias, la mutación de
lo impensado, soluciones que hoy nos parecen descabelladas y hermosas, además
de su sobrada audacia. Pero entre enero de 1873 y el 25 de julio de ese mismo
año existe poca información respecto al tema que hemos venido abordando. A
fines de octubre fue consumada la deposición de su cargo de Presidente de la República, primer
fulminante de la bala española que terminó el trabajo iniciado por la Cámara de Representantes
desde el inicio de la guerra. Céspedes recogió los pormenores de su vía crucis
en su diario, comenzado a un año y un día después de haber estampado la línea
prima del anterior. A lo largo de sus doscientas veinticuatro anotaciones,
testimonio de un hombre acorralado por lo nefasto de las circunstancias,
desfilan jutías, andaraces[6], biajacas, majaes, platos de atol[7],
bacán[8],
calalú[9],
casabe, catibía[10]
y matahambre, todos engendrados por la tradición o la inventiva de hombres y
mujeres que se impusieron a su tiempo con el fin primario de sobrevivir y luego
alcanzar una libertad que parecía divisarse cada vez más lejos. Las
circunstancias que permearon la subjetividad del diario, fueron tan complejas en su momento como las
asechanzas e intrigas fabricadas por muchos de sus poseedores temporales, pero
necesariamente ese intríngulis merece otras horas de estudio y análisis
pericial. El tiempo anterior, ni siquiera el nuestro, nos puede ser devuelto.
Sólo podemos acceder a una mínima parte
de él a ojo en lupa, retazos o hebras que a veces son útiles para reconstruir buena parte del
tapiz. En muchas ocasiones (casi en los preludios de la noche) aprovechando la plática del
custodio con algún paseante, he conversado con el retrato de Carlos Manuel de Céspedes. El héroe sacude
los guantes contra el bastón, cruza la pierna, rectifica el orden de su melena,
declama en susurro algún hexámetro de la Eneida y algunas veces ha sonreído
imperceptiblemente. En estos meses en
que he podido tocar su caligrafía pulcra, sus rasgos comedidos y a la vez desenvueltos, me parece el gran
desconocido que nos mira tras la cerradura del mito, sin que adivinemos su
verdadera fisonomía, su rostro íntimo, su identidad profunda. De esto doy fe:
el viaje es pura pasión, entrar en la escafandra de otra edad, interrogar con
justicia cuanto hemos heredado.
[1] Diario Perdido, Carlos Manuel de Céspedes,
Pág. 218. Ediciones Boloña, 1998.
[2] Carlos Manuel de Céspedes.
Escritos, tomo 1. Compilación y prólogo de Fernando Portuondo y Hortensia Pichardo. Ciencias Sociales, La Habana, 1974.
[4] De este modo se le
denominaba a la extensión vegetal más tierna de la palma real, descubierta
entonces como viable alternativa alimentaria.
[5] Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, tomo 1, pag 342. Compilación
y prólogo de Fernando Portuondo y
Hortensia Pichardo. Ciencias Sociales, La Habana, 1974.
[6] Por ese nombre se conocía en Bayamo y
Manzanillo a una especie de jutía
carabalí de trompa larga, flexible y denuda que se alimentaba tanto de
tubérculos como insectos.
[7] Voz indígena que designa cualquier tipo de
caldo espeso elaborado a base de farináceas que bien pueden ser sagú, maíz
tierno o arroz.
[8] Masa de maíz cocida con pedazos de carne de cerdo, tomate, ajíes cimarrones, envuelta
en hojas de plátano.
[9] Especie de potaje compuesto de hojas de
malanga, verdolagas y otros vegetales picados, cocidos, usualmente con sal y
vinagre.
[10] Residuo de la yuca rayada y puesta al sol
con la que se hace variedad de dulces.