Seguidores

miércoles, 8 de octubre de 2008

EL CHE VIVE EN SUS OJOS

Aquel militar temblaba. Le temblaban las manos, las piernas. Le temblaba todo. Sabía que estaba ante un hombre, uno de esos hombres que no se matan ni con cien disparos.

El militar temblaba ante el pecho del hombre al que habría de asesinar a sangre fría. Temblaba todo su cuerpo. Le habían dado la orden de ultimarlo, mas, sabía que su acción perduraría en el tiempo y que el escarnio le acompañaría toda su vida.

El eco de los disparos retumbó en toda la montaña. Las manos del asesino no encontraron descanso después de la descarga del arma. El militar no sabía donde colocarlas. Sus manos testigos mudas de su crimen no encontraron sosiego aquel día ni después tampoco.

Los autores intelectuales del asesinato pensaron que con su muerte acabarían las esperanzas de los pueblos aun sojuzgados por los oligarcas. Pensaban de esa manera, pero la historia demostró desde ese momento infausto, que estaban equivocados.

Dicen que la mirada del hombre se clavó en los ojos del militar de una manera tal, que tuvo que mirar hacia otro lado mientras esgrimía el arma homicida. No hubo resistencia, ni súplicas, ni lamentos y mucho menos concesiones. Era el hombre ante la muerte. Era el hombre venciendo a la muerte.

Y salió airoso nuestro hombre de aquel instante supremo. No se amilanó porque de haberlo hecho los pueblos de Nuestra América habrán demorado más en encontrar el camino de la segunda y última independencia.

Los años nos presentan al hombre de aquella escuela de La Higuera, erguido en su Rocinante, presto a alcanzar el punto más alto de la gloria abrazando a los indios, a los latinoamericanos todos desde el Río Bravo hasta la Patagonia.

Así avanza él entre la maleza y el desierto, entre el mediodía y la bruma, entre los vericuetos de Los Andes, sobre el caballo de Bolívar, aplastando injusticias y sembrando la luz allí donde no la hay.

Hoy a tantos años de su ascenso al corazón de los oprimidos del mundo, el Che está presente, recorriendo los caminos empedrados, difíciles y luminosos de hoy y viviendo en los ojos de aquel militar que creyó asesinarlo.

Autor: David Rodríguez Rodríguez