Viejo es el dicho: una foto vale más que mil palabras. Y cuando la guerra de Estados Unidos contra Afganistán acaba de entrar en su décimo año y parece convertirse en otro conflicto sin fin, docenas de fotografías han sido prácticamente confiscadas por los mandos militares norteamericanos para impedir que los horrores «dañen la sensibilidad» de la opinión pública.
El coronel Barry Huggins, comandante de la 2da. Brigada Stryker, de la 2da. División de Infantería en la Base Conjunta Lewis-Mcchord, en Seattle, estado de Washington, escribió en un memorando: «He determinado que el riesgo potencial de perjuicio a los sustantivos derechos de los acusados, así como el impacto negativo sobre la reputación de las fuerzas armadas, asociado con la potencial diseminación pública de estas imágenes, pesan más que el daño mínimo que puede causar a la acusación como resultado de esta orden». Así lo reportaba el diario The New York Times.
La hipócrita argumentación para la censura puede que no surta efecto, porque entre 60 y 70 imágenes ocultadas al pueblo estadounidense, quizá serán expuestas como pruebas en el juicio que debe seguirse a cinco soldados de EE.UU. acusados de asesinar a tres civiles afganos en Kandahar, y luego posar junto a los cuerpos que previamente habían mutilado.
No resulta nueva la macabra acción en la historia de profanaciones aberrantes que acompaña habitualmente a las hordas bélicas del imperio. Recordemos a la mesnada de guardias de la prisión de Abu Ghraib, en Iraq, que también transgredieron la dignidad humana de sus prisioneros, a los que obligaron a posar en posiciones o actitudes denigrantes para satisfacer placeres monstruosos. Si entonces dijeron que eran «casos aislados» en sus filas, actitudes semejantes en otros grupos de la soldadesca y últimamente la visión de efectivos israelíes en iguales poses ultrajantes con prisioneros palestinos, más este «escándalo» recién destapado, desenmascaran la ignominia generalizada.
Otra vez los «intereses de seguridad nacional» se sobreponen para evitar la «repugnancia» de unos y la provocación de «sentimientos antinorteamericanos» en otros.
Los implicados ahora están detenidos en la Base Conjunta Lewis-McChord, en Seattle, y sobre el sargento Calvin Gibbs, 25 años de edad y cabecilla del grupo integrado por Andrew Holmes, Michael Wagnon, Jeremy Morlock y Adam Winfield, están surgiendo nuevas evidencias desde que fueron arrestados cuando cumplían servicio en Afganistán el 11 de mayo pasado.
Otros siete militares, de los que no hemos visto publicados sus nombres hasta el momento, también figuran en el proceso ante los tribunales del ejército por encubrir los asesinatos, bloquear la investigación y asaltar brutalmente a un soldado que reportó el consumo de hachís en la unidad.
Según una información del Washington Post, el sargento Gibbs —a quien sus propios hombres califican de «loco»— tiene tatuado en su pierna izquierda dos pistolas cruzadas y seis calaveras, marcas con las que confiesa contabiliza en rojo sus muertos en Iraq y en cráneos azules los de Afganistán, motivos suficientes para darse el nombre de «el team de matar». Pretendía, dicen, hacerse además un collar de dedos…
Y no constituyen los de este quinteto de la muerte del sargento Gibbs, que ahora justifica sus propios delitos con la intimidación del superior, los únicos sindicados; los otros siete miembros del ejército ocupante están siendo acusados por desmembrar cuerpos de afganos y remover los huesos, ocultar pruebas, obstaculizar la investigación.
Una información de AP sobre el caso decía que Michael T. Coorgan, un veterano de Vietnam que actualmente enseña Relaciones Internacionales en la Universidad de Boston, consideraba que no era una sorpresa que incluso después de Abu Ghraib, algunos soldados tomaran fotos como souvenirs de guerra, porque «ellos están probando a la gente que son tan duros como dicen ser».
Y añade el señor Corgan esta particular filosofía de lo macabro, como si estuviera hablando de inocentes y curiosos turistas de viaje por la geografía centroasiática: «La guerra es la experiencia lírica de sus vidas (…) Ellos se revelan en ella, y coleccionan memorias de ella».
La primera víctima fue Gul Mudin a quien «se le lanzó una granada fragmentaria y se le disparó con un rifle» por Morlock (22 años) y Andrew Holmes (19 años), que estaban de guardia al borde de un campo de amapolas, cuando su patrulla entró en la aldea La Mohammed Kalay, en enero de este año. Y todo fue por divertirse, como le dijera ese mismo Morlock a Holmes, a quien amenazó si lo contaba. La granada le había sido entregada a Morlock por Gibbs, quien dirigió la acción del 15 de enero.
Luego de la primera, una segunda víctima por puro placer. El 22 de febrero Gibbs y Wagnon mataron a Marach Agha, a quien Gibbs le colocó cerca del cuerpo un Kalashnikov para justificar el asesinato. Y el 2 de mayo, con similar procedimiento de granada y disparo, Mullah Adadhdad fue abatido por Winfield y Gibbs.
Y como reportaba el diario militar Army Times, la colección de dedos, huesos de las piernas y dientes de las víctimas como trofeos de guerra y las fotos junto a los cadáveres…
¿Cuánto hubiera durado esta práctica? ¿Quién sabe? Porque todo se develó en mayo con el brutal asalto y golpeadura al soldado estadounidense de la unidad que reportó que estaban fumando hachís y bebiendo, una práctica normal, incluso estando de servicio, molesto porque sus compañeros de armas lo hacían en un contenedor utilizado habitualmente por él con iguales propósitos. En mayo el ejército comenzó la investigación.
Las justificaciones ya se emplean por la defensa. El abogado civil de Morlock, quien dio detalles sobre su involucramiento y el papel del sargento Gibbs, dice que su cliente actuó bajo la influencia de drogas médicas prescriptas para sus heridas en combate y que también sufría de lesiones traumáticas cerebrales, así que «esa declaración fue incoherente, y tomada bajo un coctel de drogas que no debieron mezclarse», le dijo al diario Seattle Times; diez diferentes medicamentos para el dolor, antidepresivos y pastillas para ayudarlo a dormir.
Pero a medida que pasan los días y las pesquisas profundizan, nuevos datos apuntan a la conducta criminal. Por ejemplo, que Gibbs discutió abiertamente que podía matar al especialista Adam C. Winfield —otro de los implicados— porque este se mostraba preocupado y podía reportar los incidentes. Incluso dijo cómo podía ejecutarse.
Y de acuerdo con otras indagaciones tendría motivos para esa desconfianza, porque la familia de Winfield, oriundo del estado de la Florida, recibió mensajes electrónicos en que les advertía que estaba presenciando cosas muy feas de las que no podía hablar…
En esto hay un punto sustancial que están sacando a flote los amigos de infancia de Gibbs para asegurar que es un buen hombre: «¿Cómo pueden ponerlo en la cárcel por hacer su trabajo allá?».
«Hacer su trabajo allá». Esa es la cuestión. Están cumpliendo la orden de un Estado guerrero que se impone por la fuerza de las armas sobre cualquier otro país y pueblo del mundo para garantizar que sean sus intereses los que prevalezcan. Un sistema imperial que enseña a odiar y obliga a matar en nombre de la seguridad nacional, la libertad y la democracia.
El sargento Calvin Gibbs respondía con su fusil M-4 matando a «nacionales locales cuando era atacado». Esa es su defensa, eso es lo que aprendió a hacer. La guerra y sus ignominias le sirven de sombrilla porque es aún más monstruosa que sus asesinatos en serie.
Un veterano desde San Francisco lo decía en su comentario a las noticias: «Yo lo ví en Vietnam… Simplemente sucede. Si usted vota por la guerra, usted obtiene la guerra. Si usted va a la guerra, usted aprende que la moral cambia»… y otro desde Austin asentía: «Yo serví dos viajes en Iraq, e hice cosas de las que no me siento orgulloso. La guerra endurece el corazón y nubla la mente…»
El sargento Calvin Gibbs camina por un campo de amapolas en Aktaray, Kandahar. Foto: Internet
Y mientras tanto, las operaciones bélicas en Iraq y Afganistán siguen su curso, y en el edificio del Pentágono planifican nuevas guerras que en algún momento serán bendecidas con una firma-orden en una Casa Blanca en Washington, y otros «buenos chicos» serán infestados y convertidos en abominables máquinas de matar…
El coronel Barry Huggins, comandante de la 2da. Brigada Stryker, de la 2da. División de Infantería en la Base Conjunta Lewis-Mcchord, en Seattle, estado de Washington, escribió en un memorando: «He determinado que el riesgo potencial de perjuicio a los sustantivos derechos de los acusados, así como el impacto negativo sobre la reputación de las fuerzas armadas, asociado con la potencial diseminación pública de estas imágenes, pesan más que el daño mínimo que puede causar a la acusación como resultado de esta orden». Así lo reportaba el diario The New York Times.
La hipócrita argumentación para la censura puede que no surta efecto, porque entre 60 y 70 imágenes ocultadas al pueblo estadounidense, quizá serán expuestas como pruebas en el juicio que debe seguirse a cinco soldados de EE.UU. acusados de asesinar a tres civiles afganos en Kandahar, y luego posar junto a los cuerpos que previamente habían mutilado.
No resulta nueva la macabra acción en la historia de profanaciones aberrantes que acompaña habitualmente a las hordas bélicas del imperio. Recordemos a la mesnada de guardias de la prisión de Abu Ghraib, en Iraq, que también transgredieron la dignidad humana de sus prisioneros, a los que obligaron a posar en posiciones o actitudes denigrantes para satisfacer placeres monstruosos. Si entonces dijeron que eran «casos aislados» en sus filas, actitudes semejantes en otros grupos de la soldadesca y últimamente la visión de efectivos israelíes en iguales poses ultrajantes con prisioneros palestinos, más este «escándalo» recién destapado, desenmascaran la ignominia generalizada.
Otra vez los «intereses de seguridad nacional» se sobreponen para evitar la «repugnancia» de unos y la provocación de «sentimientos antinorteamericanos» en otros.
Los implicados ahora están detenidos en la Base Conjunta Lewis-McChord, en Seattle, y sobre el sargento Calvin Gibbs, 25 años de edad y cabecilla del grupo integrado por Andrew Holmes, Michael Wagnon, Jeremy Morlock y Adam Winfield, están surgiendo nuevas evidencias desde que fueron arrestados cuando cumplían servicio en Afganistán el 11 de mayo pasado.
Otros siete militares, de los que no hemos visto publicados sus nombres hasta el momento, también figuran en el proceso ante los tribunales del ejército por encubrir los asesinatos, bloquear la investigación y asaltar brutalmente a un soldado que reportó el consumo de hachís en la unidad.
Según una información del Washington Post, el sargento Gibbs —a quien sus propios hombres califican de «loco»— tiene tatuado en su pierna izquierda dos pistolas cruzadas y seis calaveras, marcas con las que confiesa contabiliza en rojo sus muertos en Iraq y en cráneos azules los de Afganistán, motivos suficientes para darse el nombre de «el team de matar». Pretendía, dicen, hacerse además un collar de dedos…
Y no constituyen los de este quinteto de la muerte del sargento Gibbs, que ahora justifica sus propios delitos con la intimidación del superior, los únicos sindicados; los otros siete miembros del ejército ocupante están siendo acusados por desmembrar cuerpos de afganos y remover los huesos, ocultar pruebas, obstaculizar la investigación.
Una información de AP sobre el caso decía que Michael T. Coorgan, un veterano de Vietnam que actualmente enseña Relaciones Internacionales en la Universidad de Boston, consideraba que no era una sorpresa que incluso después de Abu Ghraib, algunos soldados tomaran fotos como souvenirs de guerra, porque «ellos están probando a la gente que son tan duros como dicen ser».
Y añade el señor Corgan esta particular filosofía de lo macabro, como si estuviera hablando de inocentes y curiosos turistas de viaje por la geografía centroasiática: «La guerra es la experiencia lírica de sus vidas (…) Ellos se revelan en ella, y coleccionan memorias de ella».
A la caza por sport
Las informaciones que van saliendo de la Caja de Pandora todavía no dan muchos detalles, pero son suficientes para conocer la infamia criminal del kill team de la brigada de infantería Stryker asentada en la Base Operativa de Avanzada Ramrod, en la provincia de Kandahar, adonde Gibbs llegó en noviembre de 2009 y les mostró qué fácil podía ser «lanzar una granada a alguien y matarlo», un método que al parecer fue aceptado de inmediato por el soldado de 22 años Jeremy Morlock.La primera víctima fue Gul Mudin a quien «se le lanzó una granada fragmentaria y se le disparó con un rifle» por Morlock (22 años) y Andrew Holmes (19 años), que estaban de guardia al borde de un campo de amapolas, cuando su patrulla entró en la aldea La Mohammed Kalay, en enero de este año. Y todo fue por divertirse, como le dijera ese mismo Morlock a Holmes, a quien amenazó si lo contaba. La granada le había sido entregada a Morlock por Gibbs, quien dirigió la acción del 15 de enero.
Luego de la primera, una segunda víctima por puro placer. El 22 de febrero Gibbs y Wagnon mataron a Marach Agha, a quien Gibbs le colocó cerca del cuerpo un Kalashnikov para justificar el asesinato. Y el 2 de mayo, con similar procedimiento de granada y disparo, Mullah Adadhdad fue abatido por Winfield y Gibbs.
Y como reportaba el diario militar Army Times, la colección de dedos, huesos de las piernas y dientes de las víctimas como trofeos de guerra y las fotos junto a los cadáveres…
¿Cuánto hubiera durado esta práctica? ¿Quién sabe? Porque todo se develó en mayo con el brutal asalto y golpeadura al soldado estadounidense de la unidad que reportó que estaban fumando hachís y bebiendo, una práctica normal, incluso estando de servicio, molesto porque sus compañeros de armas lo hacían en un contenedor utilizado habitualmente por él con iguales propósitos. En mayo el ejército comenzó la investigación.
Las justificaciones ya se emplean por la defensa. El abogado civil de Morlock, quien dio detalles sobre su involucramiento y el papel del sargento Gibbs, dice que su cliente actuó bajo la influencia de drogas médicas prescriptas para sus heridas en combate y que también sufría de lesiones traumáticas cerebrales, así que «esa declaración fue incoherente, y tomada bajo un coctel de drogas que no debieron mezclarse», le dijo al diario Seattle Times; diez diferentes medicamentos para el dolor, antidepresivos y pastillas para ayudarlo a dormir.
Pero a medida que pasan los días y las pesquisas profundizan, nuevos datos apuntan a la conducta criminal. Por ejemplo, que Gibbs discutió abiertamente que podía matar al especialista Adam C. Winfield —otro de los implicados— porque este se mostraba preocupado y podía reportar los incidentes. Incluso dijo cómo podía ejecutarse.
Y de acuerdo con otras indagaciones tendría motivos para esa desconfianza, porque la familia de Winfield, oriundo del estado de la Florida, recibió mensajes electrónicos en que les advertía que estaba presenciando cosas muy feas de las que no podía hablar…
En esto hay un punto sustancial que están sacando a flote los amigos de infancia de Gibbs para asegurar que es un buen hombre: «¿Cómo pueden ponerlo en la cárcel por hacer su trabajo allá?».
«Hacer su trabajo allá». Esa es la cuestión. Están cumpliendo la orden de un Estado guerrero que se impone por la fuerza de las armas sobre cualquier otro país y pueblo del mundo para garantizar que sean sus intereses los que prevalezcan. Un sistema imperial que enseña a odiar y obliga a matar en nombre de la seguridad nacional, la libertad y la democracia.
El sargento Calvin Gibbs respondía con su fusil M-4 matando a «nacionales locales cuando era atacado». Esa es su defensa, eso es lo que aprendió a hacer. La guerra y sus ignominias le sirven de sombrilla porque es aún más monstruosa que sus asesinatos en serie.
Un veterano desde San Francisco lo decía en su comentario a las noticias: «Yo lo ví en Vietnam… Simplemente sucede. Si usted vota por la guerra, usted obtiene la guerra. Si usted va a la guerra, usted aprende que la moral cambia»… y otro desde Austin asentía: «Yo serví dos viajes en Iraq, e hice cosas de las que no me siento orgulloso. La guerra endurece el corazón y nubla la mente…»
Y mientras tanto, las operaciones bélicas en Iraq y Afganistán siguen su curso, y en el edificio del Pentágono planifican nuevas guerras que en algún momento serán bendecidas con una firma-orden en una Casa Blanca en Washington, y otros «buenos chicos» serán infestados y convertidos en abominables máquinas de matar…
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