Mi paso por la escuela primaria resulta inolvidable por todas las emociones vividas, y la enseñanza adquirida gracias a unas maestras que lo dieron todo para que me formara como un buen ciudadano.
Recuerdo perfectamente la primera escuela, donde está hoy en Bayamo, la empresa eléctrica en la calle Carlos Manuel de Céspedes, precisamente ese es el nombre del centro escolar, que aún lo mantiene pero ya en otro local más amplio y más hermoso.
Existía lo que hoy se llama el preescolar, creo que se le decía kindergarten, allí dos maestras, Olga y Esther, me llenaron la vida de fantasías y sueños, enseñándome las letras y los números, hablándome de agradables historias, de duendes y de magos, de los próceres de la patria, especialmente de José Martí.
Fue una etapa muy linda, con esas maestras amables, hermosas ellas mismas, que con su pedagógico proceder, inculcaron en mi el respeto a las personas mayores, a los símbolos cubanos, el amor a mis padres y al estudio.
Luego, ya en primer grado, me recibió una de esas maestras que son insoslayables. Qué manera de enseñarme esa maestra mía a la que llamaban Tula, así, de esa manera breve, como si esa brevedad pudiera resumir toda la grandeza de su espíritu y de su alma.
Acabé el primer grado y al llegar a mi aula de segundo, encontré quizás a una de las más dulces maestras de mi vida: Ida Escalante. No solo era alta, también tenía la virtud de enseñar con un susurro de voz, que a veces ni se escuchaba, pero era tal el respetuoso silencio reinante, que pude, perfectamente recibir sus enseñanzas.
Y así, casi de repente, me ví en otra aula, la de tercero. Ahí sí que me quedé pasmado con la maestra, residía en Palma Soriano y viajaba diariamente a Bayamo para dar clases. Inés Fernández, una mujer de gran estatura, bueno, la recuerdo así desde mi pequeña altura. Buena persona y buena maestra.
Un día Inés no se presentó en el aula. Dijeron que se había marchado para La Habana. Luego me enteré que era una conspiradora contra la tiranía batistiana y ante amenazas de muerte, optó por el exilio en la capital cubana.
Ese percance me permitió entrar en contacto con otra maestra, bien preparada ella, pero de unos nervios saltarines. Eddy Pineda.
Con una regla casi hizo un hueco en su escritorio, llamándo al silencio y a la organización. Lograba por momentos controlar la situación, pero seguidamente los reglazos parecían disparos y perdía la paciencia. No pocas veces hizo blanco en mí aquel largo rectángulo.
Un día, no recuerdo la causa, apareció en el aula otra maestra: Anitica. Llegaba con un historial tremendo en eso de poner a cada alumno en su lugar, a tal punto, que traía el apodo de Amansaguapo.
De verdad que lo tenía bien ganado. Iba por la fila doble, desde el principio hasta el final, dando reglazos con una velocidad en los brazos que ya quisieran posee algunos peloteros cubanos.
Pero era buena Anitica, desde sus espejuelos nos escrutaba la mirada, buscando alguna duda en la asignatura que se impartía, para aclarar, para ayudar.
Y llegó Clara Jardines, santiaguera, maestra de quinto grado. Amable, graciosa, puntual y eficiente. Clara tenía conocimiento y bondad. Poseía uno de esos dones hermosos del ser humano, era solidaria y ayudaba hasta el cansancio al que no alcanzaba a entender lo que explicaba.
Esta es una visión de mis maestras, desde el preescolar, hasta el quinto grado. De todas guardo hermosos recuerdos. Todas me enseñaron a ver la vida de manera diferente. Me enseñaron amor a la tierra donde vivo y amor a la Patria que me enaltece.
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