Jesús Arboleya Cervera
Un criterio bastante extendido, es que las actuales reformas económicas en Cuba,
no implican cambios políticos relevantes. Así lo afirma el gobierno
norteamericano para negar su trascendencia, pero el propio discurso
oficial cubano alimenta esta percepción, ya que con tal de enfatizar que
no constituyen una negación del rumbo socialista del proceso, evade
resaltar su inevitable impacto en la esfera política.
Sin embargo,
ni la historia, ni lo que está aconteciendo, confirman esta
aseveración. Desde su origen, el modelo económico socialista cubano ha
estado más condicionado por exigencias políticas, que por estrategias
económicas ortodoxas. Es cierto que siempre existe la posibilidad de
escoger entre varias alternativas y a veces se acierta o fracasa por
culpa de la selección, pero estas opciones han estado particularmente
constreñidas en el caso de Cuba.
El modelo estatista centralizado que ha
regido, con más o menos rigor, la política económica cubana a lo largo
de cincuenta años, estuvo condicionado por el bloqueo y otras formas de
agresión de Estados Unidos; por la oposición al sistema de los
principales propietarios del país y su vinculación con los grupos
contrarrevolucionarios; por la emigración generalizada de gerentes y
profesionales en los primeros años y por la posibilidad casi exclusiva
de inserción económica que ofrecía el campo socialista, lo que
inevitablemente llegó acompañada de sus propias condicionantes
estructurales y políticas.
Hoy día se argumenta, muchas veces con
razón, las consecuencias negativas que tuvo esta inserción para la
economía cubana y se enfatiza la dependencia a estos mercados, sobre
todo el soviético, así como el retraso del parque tecnológico adquirido.
En realidad, se trató de una alternativa que ofrecía menores estándares
de desarrollo que el mundo capitalista industrializado, la pregunta es
si existían posibilidades mejores en las condiciones específicas
cubanas, incluso si esa integración alguna vez ha sido realmente posible
para los países pobres.
El modelo económico resultante de esta
alianza constituyó, sobre todo, el fruto de una estrategia de
supervivencia, lo que no niega la presencia de una pasión política que
limitó la capacidad crítica e indujo al mito de la “irreversibilidad”
del llamado socialismo real. A favor de los dirigentes cubanos, desde el
Che hasta Fidel Castro, está el hecho de que, a pesar de esto, alertaron como pocos respecto a sus problemas y desviaciones.
No comparto el criterio del “fracaso
absoluto” que muchos achacan a esta experiencia. Al margen de sus
imperfecciones, hubo un crecimiento económico que superó los niveles de
América Latina en su momento, generó un desarrollo humano relevante, así
como mejoras en el nivel de vida e indicadores sociales que aún
compiten con los mejores del mundo. Partiendo de sus premisas, se creó
un modelo de vida que sirvió de sustento al consenso social y, por
tanto, a las formas de hacer política, algunas veces también
imperfectas, pero asumidas como legítimas por la mayoría de la
población.
El problema es que ese modelo de vida
resultó insostenible al desaparecer el mundo que le servía de asidero.
El desmoronamiento del campo socialista europeo aceleró el proceso de
globalización y lo configuró a partir de las premisas del
neoliberalismo. Hoy día prácticamente no existe otro mercado que ese e
incluso experiencias integradoras de otro tipo, como el ALBA, no pueden
evadir sus influencias. El dilema para Cuba se traduce en cómo funcionar
bajo estas reglas en las condiciones leoninas que impone el bloqueo y
salvar, además, las metas socialistas que constituyen su naturaleza.
Se impone la construcción de un nuevo
consenso social, lo que implica cambios políticos considerables y
también conflictos para ser aplicados. Hay que transformar una
mentalidad, como ha dicho el propio Raúl Castro, la
cual no necesariamente era equivocada antes, sino que dejó de tener
sustento en la nueva realidad. La burocracia, siempre nociva, se resiste
a los cambios y tiene la capacidad para actuar contra ellos. Vale decir
que no me refiero a la necesaria función administrativa y de gobierno,
sino a un sector parasitario que, muchas veces sin conciencia de ello,
se alimenta de superfluos mecanismos de control, generando mediocridad,
oportunismo y corrupción, por lo que su eliminación constituye una
batalla política que transciende las medidas puramente económicas.
Más importante aún, las reformas
económicas en curso implican una relación distinta de los ciudadanos con
el Estado. Se calcula que, en poco tiempo, el Estado dejará de ser el
empleador de más de la mitad de los trabajadores del país y en las
empresas estatales se imponen mecanismos más participativos de
administración, toda vez que los trabajadores corren el riesgo de la
gestión y dependerán directamente de sus resultados. La
descentralización económica, asignando mayor protagonismo a las
estructuras locales, obliga también a una mayor participación y
fiscalización ciudadana de los gobiernos a estas instancias, para solo
mencionar las repercusiones más evidentes y abarcadoras.
¿En qué medida es posible conciliar estos cambios con el propósito de continuar con el proyecto socialista?
Para empezar habría que ponerse de
acuerdo respecto al concepto mismo de socialismo y asumir que no puede
ser concebido como antes, lo que implica una profunda transformación
ideológica, con consecuencias políticas inevitables.
Una de las trampas que puso el dogmatismo
al marxismo, fue extender el criterio que el socialismo requería de un
modelo único, estableciendo premisas inviolables para definir su
naturaleza. Mientras que el capitalismo convivió siglos con el
esclavismo y formas feudales de propiedad, algunas de ellas aún
presentes en ciertos lugares, a partir de esta aproximación teórica, al
socialismo se le negó el derecho a adecuarse a su realidad concreta y
encaminar, desde base objetivas, la transformación de la sociedad.
Otra premisa marxista es que el
socialismo está concebido para desarrollarse a escala mundial. Claro que
existe la posibilidad, incluso la necesidad, del socialismo en un solo
país y la historia lo ha confirmado, pero ello es el primer paso de un
largo camino, como un recién nacido que tiene que aprender a vivir y
desarrollar sus capacidades partiendo de su confrontación con la vida
cotidiana.
Esa es la fase en que nos encontramos, el
socialismo posible es aquel que asume al hombre y la mujer como sus
prioridades y hace todo lo posible por satisfacer sus necesidades
existenciales básicas; se plantea eliminar la explotación todo lo que
sea posible; actúa contra la enajenación en todas sus formas y enaltece
la dignidad y la solidaridad humana, todo lo cual condiciona los límites
de la gestión capitalista en su propio seno y encamina al país hacia
derroteros que no están determinados por la avaricia incontrolada.
Mientras en Cuba no cambie esta doctrina habrá socialismo, a pesar de
las transformaciones económicas y políticas que se impongan.
La verdad es que para triunfar en su
propósito de “adecuarse”, Cuba está abocada a una “revolución dentro de
la Revolución” y los cubanos que creemos posible avanzar en este camino,
así como la izquierda en general, tenemos que aprender a defender
nuestro “socialismo real”, sin el temor a la herejía de alejarnos de una
utopía que los dogmáticos nos fabricaron demasiado utópica.
Está claro que estos no son los cambios
que desea el gobierno norteamericano y por eso niega su existencia, pero
ese es un problema de ellos. (Tomado de Progreso semanal)
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