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lunes, 23 de enero de 2012

LOS CAMBIOS POLITICOS EN CUBA




 


Jesús Arboleya Cervera
Un criterio bastante extendido, es que las actuales reformas económicas en Cuba, no implican cambios políticos relevantes. Así lo afirma el gobierno norteamericano para negar su trascendencia, pero el propio discurso oficial cubano alimenta esta percepción, ya que con tal de enfatizar que no constituyen una negación del rumbo socialista del proceso, evade resaltar su inevitable impacto en la esfera política.
Sin embargo, ni la historia, ni lo que está aconteciendo, confirman esta aseveración. Desde su origen, el modelo económico socialista cubano ha estado más condicionado por exigencias políticas, que por estrategias económicas ortodoxas. Es cierto que siempre existe la posibilidad de escoger entre varias alternativas y a veces se acierta o fracasa por culpa  de la selección, pero estas opciones han estado particularmente constreñidas en el caso de Cuba.
El modelo estatista centralizado que ha regido, con más o menos rigor, la política económica cubana a lo largo de cincuenta años, estuvo condicionado por el bloqueo y otras formas de agresión de Estados Unidos; por la oposición al sistema de los principales propietarios del país y su vinculación con los grupos contrarrevolucionarios; por la emigración generalizada de gerentes y profesionales en los primeros años y por la posibilidad casi exclusiva de inserción económica que ofrecía el campo socialista, lo que inevitablemente llegó acompañada de sus propias condicionantes estructurales y políticas.
Hoy día se argumenta, muchas veces con razón, las consecuencias negativas que tuvo esta inserción para la economía cubana y se enfatiza la dependencia a estos mercados, sobre todo el soviético, así como el retraso del parque tecnológico adquirido. En realidad, se trató de una alternativa que ofrecía menores estándares de desarrollo que el mundo capitalista industrializado, la pregunta es si existían posibilidades mejores en las condiciones específicas cubanas, incluso si esa integración alguna vez ha sido realmente posible para los países pobres.
El modelo económico resultante de esta alianza constituyó, sobre todo, el fruto de una estrategia de supervivencia, lo que no niega la presencia de una pasión política que limitó la capacidad crítica e indujo al mito de la “irreversibilidad” del llamado socialismo real. A favor de los dirigentes cubanos, desde el Che hasta Fidel Castro, está el hecho de que, a pesar de esto, alertaron como pocos respecto a sus problemas y desviaciones.
No comparto el criterio del “fracaso absoluto” que muchos achacan a esta experiencia. Al margen de sus imperfecciones, hubo un crecimiento económico que superó los niveles de América Latina en su momento, generó un desarrollo humano relevante, así como mejoras en el nivel de vida e indicadores sociales que aún compiten con los mejores del mundo. Partiendo de sus premisas, se creó un modelo de vida que sirvió de sustento al consenso social y, por tanto, a las formas de hacer política, algunas veces también imperfectas, pero asumidas como legítimas por la mayoría de la población.
El problema es que ese modelo de vida resultó insostenible al desaparecer el mundo que le servía de asidero. El desmoronamiento del campo socialista europeo aceleró el proceso de globalización y lo configuró a partir de las premisas del neoliberalismo. Hoy día prácticamente no existe otro mercado que ese e incluso experiencias integradoras de otro tipo, como el ALBA, no pueden evadir sus influencias. El dilema para Cuba se traduce en cómo funcionar bajo estas reglas en las condiciones leoninas que impone el bloqueo y salvar, además, las metas socialistas que constituyen su naturaleza.
Se impone la construcción de un nuevo consenso social, lo que implica cambios políticos considerables y también conflictos para ser aplicados. Hay que transformar una mentalidad, como ha dicho el propio Raúl Castro, la cual no necesariamente era equivocada antes, sino que dejó de tener sustento en la nueva realidad. La burocracia, siempre nociva, se resiste a los cambios y tiene la capacidad para actuar contra ellos. Vale decir que no me refiero a la necesaria función administrativa y de gobierno, sino a un sector parasitario que, muchas veces sin conciencia de ello, se alimenta de superfluos mecanismos de control, generando mediocridad, oportunismo y corrupción, por lo que su eliminación constituye una batalla política que transciende las medidas puramente económicas.
Más importante aún, las reformas económicas en curso implican una relación distinta de los ciudadanos con el Estado. Se calcula que, en poco tiempo, el Estado dejará de ser el empleador de más de la mitad de los trabajadores del país y en las empresas estatales se imponen mecanismos más participativos de administración, toda vez que los trabajadores corren el riesgo de la gestión y dependerán directamente de sus resultados. La descentralización económica, asignando mayor protagonismo a las estructuras locales, obliga también a una mayor participación y fiscalización ciudadana de los gobiernos a estas instancias, para solo mencionar las repercusiones más evidentes y abarcadoras.
¿En qué medida es posible conciliar estos cambios con el propósito de continuar con el proyecto socialista?
Para empezar habría que ponerse de acuerdo respecto al concepto mismo de socialismo y asumir que no puede ser concebido como antes, lo que implica una profunda transformación ideológica, con consecuencias políticas inevitables.
Una de las trampas que puso el dogmatismo al marxismo, fue extender el criterio que el socialismo requería de un modelo único, estableciendo premisas inviolables para definir su naturaleza. Mientras que el capitalismo convivió siglos con el esclavismo y formas feudales de propiedad, algunas de ellas aún presentes en ciertos lugares, a partir de esta aproximación teórica, al socialismo se le negó el derecho a adecuarse a su realidad concreta y encaminar, desde base objetivas, la transformación de la sociedad.
Otra premisa marxista es que el socialismo está concebido para desarrollarse a escala mundial. Claro que existe la posibilidad, incluso la necesidad, del socialismo en un solo país y la historia lo ha confirmado, pero ello es el primer paso de un largo camino, como un recién nacido que tiene que aprender a vivir y desarrollar sus capacidades partiendo de su confrontación con la vida cotidiana.
Esa es la fase en que nos encontramos, el socialismo posible es aquel que asume al hombre y la mujer como sus prioridades y hace todo lo posible por satisfacer sus necesidades existenciales básicas; se plantea eliminar la explotación todo lo que sea posible; actúa contra la enajenación en todas sus formas y enaltece la dignidad y la solidaridad humana, todo lo cual condiciona los límites de la gestión capitalista en su propio seno y encamina al país hacia derroteros que no están determinados por la avaricia incontrolada. Mientras en Cuba no cambie esta doctrina habrá socialismo, a pesar de las transformaciones económicas y políticas que se impongan.
La verdad es que para triunfar en su propósito de “adecuarse”, Cuba está abocada a una “revolución dentro de la Revolución” y los cubanos que creemos posible avanzar en este camino, así como la izquierda en general, tenemos que aprender a defender nuestro “socialismo real”, sin el temor a la herejía de alejarnos de una utopía que los dogmáticos nos fabricaron demasiado utópica.
Está claro que estos no son los cambios que desea el gobierno norteamericano y por eso niega su existencia, pero ese es un problema de ellos. (Tomado de Progreso semanal)

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