En el hermoso libro de la historia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes es autor y protagonista de un capítulo épico, que entre el gran cúmulo de páginas gloriosas, transita desde el orgullo por la victoria bélica hasta la sensación desgarradora de la pérdida de un hijo.
Un día de mayo de 1870, el prócer iniciador de las guerras por la independencia de la Isla, rubricó, quizás la más grande expresión del altruismo humano, y a la vez, la más difícil decisión tomada por un hombre firmemente entregado a la causa noble de un pueblo.
La muerte terrible del segundo de sus preciados vástagos, representó el parto de miles, hoy millones de cubanos que estrecharon, en un abrazo definitivo, el ideal de quien, desde ese día, todos llamaron: Padre.
Alzado en la manigua, el hombre del grito libertario de La Demajagua, tuvo la vida de su querido Oscar en sus manos.
Atrapado el muchacho por tropas de la Metrópoli española, el enemigo pensó negociarle al héroe la continuidad del proceso revolucionario, en una apelación brutal al sentimiento paterno. ¡Renunciad a las armas, o tu hijo morirá bajo la pólvora de las nuestras!, gritó el tirano.
Fue un relámpago de deliberaciones en la mente del líder, un instante de reparo en los patriotas caídos en la marcha, los territorios liberados, los esclavos transformados de pronto en hombres libres… los que peleaban a su lado.
“Oscar no es mi único hijo. Hijos míos son todos los que mueren por la independencia de Cuba”, respondió de inmediato, como para borrar cualquier impresión de duda.
El mensajero sí dudó de lo escuchado, pero a Céspedes la vista se le mantuvo firme, aunque por dentro lloró lágrimas de sangre y se le partió el pecho en una gran herida, por donde le entró Cuba de extremo a extremo, con todos los pobladores fieles convertidos en sus hijos.
Cuántas cosas habrá pensado el hombre de carne y nervios, retirado de la vista de sus compatriotas, en el silencio de sus soledades, víctima de otra guerra de reproches y culpabilidades: ¡Irremediablemente, dicté la sentencia de muerte de mi muchacho!
De la histórica Sierra, 91 años después, bajó de verde olivo y en manos guerrilleras el fruto del sacrificio incalculable y la respuesta unánime al dolor del progenitor mártir: !Pero salvaste una Revolución, padre!
Carlos Manuel de Céspedes engendró la más grande familia, digna de su legado cuando dijo: “Mis herederos, como yo, no deben desear más que morir por la libertad de Cuba y una herencia pobre de dinero pero rica en virtudes cívicas”.
Este domingo, en justa veneración en la convención humana del Día de los Padres, Cuba se levanta erguida ante el altar de la Patria, para rendir tributo al hombre que ahogó el sufrimiento personal por defender la nación de la ignominia extranjera, y acomodó a sus pobladores en el regazo de la libertad.
Como hijos multiplicados, los cubanos de hoy sumarán, al beso tierno en la mejilla del padre de cada uno, el culto profundo al Padre de un pueblo entero.
Autor: Dilbert Reyes Rodriguez
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