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Casi llegando a la medianía de los años sesentas del siglo pasado llegué a Bayamo a comenzar estudios secundarios. Venía del pleno campo, de estar siempre esperando lo imprevisible desde el maratón inmenso donde a la vera del río Cauto, por lo menos desde el siglo XVIII se empezó a cuajar el poblado rural llamado Cauto del Paso. Y claro, ya caminando por una ciudad multicentenaria, con los ojos iluminados con muchas más imágenes que en el rincón de mi nacimiento, me interesé por buscar las piedras de toque de la identidad de esa ciudad. Justo en ese plazo vi por primera vez a Faustino Oramas, a quien todo el mundo reconocía como “El Guayabero”.
Aquel
hombre alto y delgado, tocado con un
sombrero pariente del jipijapa y siempre
con un tres al hombro, me pareció una de
las más singulares formas de ser los
hijos de Bayamo. Y tuve entonces
más seguridad de ello cuando empecé a
gozar de las ininterrumpidas jornadas
del carnaval bayamés. Allí en la
encrucijada de las calles Saco y Pío
Rosado, o en la de Zenea, llegando a la
Guariana, tuve mi iniciación con el
canto y el toque de El Guayabero.
Después que orquestas regionales o del
más alto rango de la nación, habían
desatado ante los apetecientes
bailadores lo más convidador de su
repertorio, este hombre se subía a la
tarima en la única compañía del tres y
comenzaba una función, que podía llegar
hasta el amanecer.
Entonces su modo de tocar el tres, su
voz rasgada por el aguardiente, los
versos de muy aguzado filo humorístico y
la sabia manera de nutrirse del
peregrinar por incontables parajes, me era desconocido.
Solo me sorprendía su capacidad de dejar
inmóviles a los numerosos bailadores, a
quienes a partir de su llegada, nada les
era más grato que su discurso musical de
entrañable picardía criolla. Todavía a
estas alturas el entrañable músico
cubano Pacho Alonso, no había cantado
sus temas emblemáticos, lo que por
supuesto significó un contundente
espaldarazo para el autor de “Mañana me
voy pa´ Sibanicú.
Pasó
el tiempo, y un águila por el mar, como
se dice con sencillo desenfado popular y
vine a La Habana a estudiar. Volví a
Bayamo ya sabiendo que Faustino Oramas
era un importante hijo de la provincia
Holguín y que sus formas de tocar el
tres, heredera de las maneras
originarias de hacer el son en el
oriente de la Isla, tenía una definición
tan particular, a la altura de otros
treseros clásicos como Isaac Oviedo y
Arsenio Rodríguez. Por eso fue que me
sentí muy alegre en el otoño de 1978, en
la celebración de la primera Semana de
la Cultura de Baracoa, al verlo
caminando por la Villa Primada con
las mismas energías que le conocí desde
un principio.
Bueno
nada, que uno, como el mismo Faustino
vive moviéndose, y estuve de nuevo en la
capital del país. Así se produjo la
posibilidad de que en diciembre de 1990
yo viajara a Madrid, para participar en
un encuentro de revisteros culturales de
Hispanoamérica. Ya tenía yo mucha
satisfacción asistiendo a aquel
nutritivo contacto celebrado en la
legendaria Residencia de Estudiantes,
cuando recibí una llamada telefónica de
la representante de Santiago Auserón, sin
dudas figura preponderante del rock
español. El quería verme y acepté la
concertación de la cita, pero ignoraba
que interés podría tener por
intercambiar palabras conmigo.
Lo que
son las cosas, Santiago había estado
hacía pocos días en Cuba y en alguna
tienda encontró un casete con la música
de El Guayabero, y él que ya venía
tratando de encontrar las claves de la
realización del rock en idioma español,
quedó muy bien impresionado. El son de
raigambre originaria que es visible en
el quehacer de Faustino lo animó a
producir un disco con su música, para
que en España se entendiera las
capacidades del son para propiciar el
más pleno desempeño del son en nuestra
lengua.
Al
final quedamos en que era mejor sacar al
público hispano y del resto de Europa
una antología de los más importantes
cultores del son cubano y después
proceder a discos fonográficos, donde
por supuesto aparece una composición de
Faustino.
Por
falta de perspectiva de la
disquera, el proyecto que estaba en
principio concebido para unos catorce
volúmenes, se quedó en cinco. Y lo más
penoso ahora, nunca llegamos a hacer el
disco consagrado al Guayabero.
Sin
embargo, cuando esta colección se
presentó en la capital española en
febrero de 1992, Faustino estuvo
presente. Tengo la dicha de haber
viajado con él desde aquí, hasta un Madrid
que nos recibió con desafiantes coposos
de nieve.
Dos días después se hizo el
lanzamiento de la antología La Semilla
del Son, en el centro nocturno “El Sol”.
Todavía en ese tiempo se ofrecían discos
de vinilo, casetes y empezaban a enseñar
la oreja los emergentes discos
compactos.
El fin de fiesta de aquella
noche fue un concierto de El Guayabero.
El salón estaba colmado de jóvenes de la
era Almodóvar y sentí mucho temor de que
este añejo juglar, a quien había visto
campear por su respeto en Bayamo y
cualquier otra plaza de Cuba, no fuera
capaz de hacer tierra con aquella gente.
Pues no. Con sus canciones de siempre.
Con esos pícaros versos, que no por
casualidad ya con anterioridad me
parecieron de linaje quevedesco, gozó
con todos aquellos muchachos y paró
cuando los dueños del local dijeron que
no había tiempo para más.
Todo
lo contrario que expresar que de
aquellos polvos nacieron estos lodos, la
presentación de la colección Semilla del
Son hizo posible la realización del
proyecto Encuentro del Son en Madrid en
1993. Fue entonces cuando apareció Jesús Cosano, uno de los más enteros
promotores culturales de España y en
especial de Andalucía. Ya venía él de
antes tratando de explicarse la
familiaridad entre nuestro son y la más
característica música del sur español;
pero sin dudas el contacto vivo con los
músicos cubanos, lo acabó de determinar
a celebrar, desde su gerencia en la
sevillana Fundación Luis Cernuda, el
Primer Encuentro entre el Son y el
Flamenco, en el verano de 1994.
El
Guayabero, a quien a inicios de ese año
hubo que amputarle una pierna, no
renunció por ello a la invitación de la
iniciación de ese foro. Dando una
muestra de voluntad entera por el
servicio bohemio de la música, llegó a
Sevilla en donde hasta las propias
camisetas que identificaban el evento,
exponían su efigie guitarra en ristre.
La
última conversación que sostuve con
Faustino Oramas debió ser en el año
2000. Fui a su casa de Holguín, enrolado
en un proyecto de documental, que nunca
después supe si había llegado a
condición de obra terminada. A pesar de
sus condiciones físicas, dificultad para
moverse y poca audición, aquel hombre,
sin dudas el último de nuestros
trovadores itinerantes a la manera de
los viejos siglos griegos, mantenía
intactos su humor y la hidalguía. Lo que
más me impresionó en ese momento fue su
respuesta, cuando le pregunté, siendo ya
tan añoso, a quienes agradecía en la
concreción de su carrera musical. Sin
darle curvas a la respuesta me dijo:
“Agradezco a Pacho Alonso, que cantó mi
música, anunciando mi llegada de Oriente
a Occidente de Cuba. Y al músico español
Santiago Auserón, que confió en la
importancia de hacer sonar mi música en
su tierra”.
En el
goce de su “buen tumbaito” y al pie del
kilómetro cero de la Carretera Central
he escrito todas esas líneas que están
arriba. Las he ido hilvanando desde las
primeras horas del día, a poco de saber
que siendo marzo 27 —el día en que se
estrenó la primera “Bayamesa” en 1851—;
el Guayabero ha muerto en su ciudad.
Hombre, da pena no poderlo volverlo a
saludar digamos de manera convencional,
pero a esa muerte no le tengo ningún
miedo. Lo que nos queda en la memoria de
su vocación andariega y las pocas y
definitorias grabaciones de sus obras,
que nadie nos podrá arrebatar, dan
perpetua seguridad de su presencia.
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Editado desde la ciudad de Bayamo, Cuba, por el periodista David Rodríguez Rodríguez.
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lunes, 27 de mayo de 2013
EL GUAYABERO. LA BOCA LLENA DE RISA
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