Una cascada de sonidos envolvió al hermoso Teatro Bayamo. Las notas salían escapadas de las manos del pianista buscando la quietud de la noche, pero no encontraron sosiego, pues una y otra vez volvían al piano para buscar, ya exhaustas, nuevamente la paz.
De la volcánica erupción pasó a lo sublime, en una digitación que semejaba el descenso del pétalo de una flor flotando en el espacio, para cobijarse en las alas del grillo intramontano.
Asistir a ese parto del alma acompañando ese virtuosismo expresado por el artista, supone viajar por las vías de la música hacia ese estado de espiritualidad que solo el arte puede hace valer en el ser humano.
Y traspasó las fronteras invisibles de la música y con su andar por el espacio vital de las musas, nos llevó de la cuna de los clásicos a los ancestros, en un acto de retroalimentación que se convierte en perpetuo en el afán de seguir siendo lo que somos.
Compartir una noche con tan joven pianista, ya avezado en los escenarios mas exigentes, significó trazar una línea paralela que nos llevó del éxtasis a la catarsis, con mesura, pero con la profundidad de un arte entregado desde las entrañas mismas del corazón.
Anoche las estrellas pudieron palidecer ante tanta majestuosidad, pero estrellas al fin, prefirieron coronar con sus ritos la vehemente exposición de una música, que arrastró a todos los presentes, con el mejor de los sentimientos, a un estado de ánimo solo comparado con la felicidad.
La cultura creció, el amor también elevó su estatura, el arte acentuó la autenticidad de un artista que despojándose de las autorías, selló un pacto sin estridencias con un público, que desde el primer acorde ya lo asumió como un hijo.
Quizás haya otras palabras para calificar la memorable actuación este 20 de Octubre en Bayamo, de Aldo López-Gavilán Junco, pero sería bueno utilizar unas que resumen lo vivido: nos poseyó a todos.
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