Nunca supo Nueva York de la estatura de un hombre que entre sus calles anduvo, en un peregrinaje patriótico y revolucionario.
Esa ciudad no se estremeció, como debiera haberlo hecho, ante la muerte en un febrero muy frío, de un hombre que en su paso por la vida ofreció a la humanidad ejemplo de sacrificio y entrega ante el llamado de su patria.
Los pueblos que paren tal estirpe de hombres están llamados a ser pueblos libres, emancipados, solidarios, valientes.
Falleció en la ciudad norteamericana de Nueva York, uno de los soles de la independencia de Cuba, su luz, que irradiaba la felicidad de los buenos, lo vio partir solo, enfermo, con las ropas raídas, los zapatos rotos y los bolsillos hinchados de dinero.
Era el dinero de la patria, era fruto del esfuerzo que desplegó en esa ciudad tan poco amable para las causas justas, recorrió las calles, los sitios de concentración de los cubanos en el exilio, llevando en el alma el dolor de la patria ocupada por una potencia extranjera de entonces.
Y hablo de la importancia de la misión encomendada por el Padre de la Patria, y la cumplió de manera honorable y honrada, quizás pensando en los avatares de su familia, pero pensando en la familia mayor que eran todos los cubanos.
Su vida es un rosario de hechos y virtudes que lo asocian para siempre a la historia cubana desde los tiempos de difíciles decisiones como el levantamiento en La Demajagua, cuando asumió el liderazgo de Carlos Manuel de Céspedes.
Hoy cuando recordamos a Francisco Vicente Aguilera, nos percatamos de que quizás haya sido el único millonario patriota en el mundo, el que entrego su cuantiosa fortuna y todos sus bienes para alcanzar la redención, no personal, sino de la patria toda.
Rendimos homenaje a uno de los padres fundadores de la nacionalidad cubana, a uno de los horcones de la Independencia, a uno de los próceres, que al decir de Perucho, no tuvo duda alguna de marchar con Céspedes a la gloria o al cadalso.
Autor: David Rodriguez
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